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# Desempleo Creador: la decadencia de la sociedad profesional

Cincuenta años atrás, nueve de cada 10 palabras que oía un hombre civilizado le eran dichas como a un individuo. Sólo una de 10 le llegaba como miembro indiferenciado de una multitud —en el salón de clases, en la iglesia, en mítines o espectáculos—. Las palabras eran entonces como cartas selladas, escritas a mano, bien diferentes de la chatarra que contamina hoy nuestro correo. Actualmente son escasas las palabras que intentan llamar la atención de una persona. Con regularidad de reloj asaltan nuestra sensibilidad imágenes, ideas, sentimientos y opiniones empaquetados y entregados a través de los medios de comunicación, como artículos estandarizados. Dos cosas se han hecho evidentes: _1)_ lo que ocurre con el idioma se ha vuelto paradigmático para una amplia gama de relaciones entre necesidad y satisfacción; _2)_ estos fenómenos son ya universales e igualan al maestro de Nueva York, al miembro de la comuna china, al escolar de Bantú y al sargento brasileño. En este apéndice a mi ensayo sobre la convivencialidad pretendo hacer tres cosas: _a)_ describir el carácter de una sociedad de mercado-de-bienes intensivo, en la que la multiplicidad, especialización y volumen de las mercancías destruye el ambiente propicio para la creación de valores de uso; _b)_ insistir en el papel oculto que juegan las profesiones en una sociedad de este tipo al moldear sus necesidades; _c)_ proponer algunas estrategias para romper el poder profesional que perpetúa esta dependencia del mercado.

## La intensidad inhabilitante del mercado

Actualmente se llama crisis al momento en el que médicos, diplomáticos, banqueros y toda clase de ingenieros sociales asumen los controles y se suspenden las libertades. Lo mismo que los pacientes, las naciones conocen las crisis. Esto se debe a que la crisis, de haber sido una posibilidad de enmendar rumbos, ahora sólo significa el ir y venir de un lado a otro. Remite, en la actualidad, a una amenaza ominosa pero controlable contra la cual puede unirse el dinero, la fuerza laboral y la administración. Un ejemplo típico de este tipo de respuesta podría ser el de una ciudad de 13 000 000 de habitantes, a 2 500 metros sobre el nivel del mar, en la que, ante las cifras alarmantes de escasez y las dificultades en el suministro de agua a la mayoría de sus habitantes que solamente tienen acceso a menos de cinco litros, se declara una crisis que habrá de dar más trabajo a los ingenieros en vez de racionar el consumo de 5% de la gente que utiliza la mitad del agua en sus tinas y albercas. La crisis entendida de esta manera resulta siempre conveniente para los ejecutivos y comisarios, especialmente para los buitres que viven de los efectos secundarios, no deseados, del crecimiento anterior: para los educadores que viven de la alienación de la sociedad, para los doctores que prosperan a base del trabajo y del ocio que han destruido la salud, para los políticos que triunfan gracias a la distribución de un bienestar que, en primera instancia, se les quitó a los mismos que reciben la asistencia.

El término crisis, sin embargo, no debe significar necesariamente esto. No debiera implicar una carrera desatinada en una escalada por la administración. Puede significar el instante de la elección, ese momento maravilloso en que la gente se hace consciente de su propia prisión autoimpuesta y de la posibilidad de una vida diferente. _Ésta_ es la crisis que enfrentan hoy simultáneamente Estados Unidos y el mundo.

### Una elección mundial

En unas cuantas décadas el mundo se ha uniformado. Las respuestas humanas a los sucesos de todos los días se han vuelto estándar. Aunque todavía los idiomas y los dioses parecen diferentes, la gente se une todos los días a la estupenda mayoría que marcha al compás del mismo tambor. El interruptor de la luz, junto a la puerta, ha reemplazado a las múltiples formas en que los fuegos, las velas y los faroles se encendían antiguamente. El número de quienes encienden interruptores de luz se ha triplicado en el mundo en 10 años; el flujo del agua y el papel se han convertido en condiciones esenciales para aliviar los intestinos. La luz que no proviene de las redes de alto voltaje y la higiene que excluye el papel tisú han funcionado como medidores de la pobreza de miles de personas. La intrusión, soporífera a veces, opaca otras, de los medios masivos de comunicación, penetra muy adentro en el barrio, el pueblo, la sociedad, la escuela. Los ruidos leídos por el locutor y los anunciantes de textos programados, pervierten diariamente las palabras de un lenguaje hablado al que convierten en bloques de construcción para mensajes en paquete. Para tener actualmente la posibilidad de que nuestros hijos jueguen en un ambiente en el que una de cada 10 palabras que oyen les sean dirigidas personalmente, deben estar aislados o apartados temporalmente, o bien, deben ser marginados opulentos a los que se protege cuidadosamente. En cualquier parte del mundo se puede notar un rápido enquistamiento de la aceptación disciplinada que caracteriza al auditorio, al cliente, al comprador. La estandarización de la acción humana se va extendiendo.

Se hace evidente ahora que el problema crítico que enfrenta la mayor parte de las naciones del mundo es exactamente el mismo: o la gente se convertirá en cifras de una multitud condicionada que avanza hacia una dependencia cada vez mayor —y necesitará, por lo tanto, de batallas salvajes para obtener un mínimo de las drogas que alimenten su hábito— o bien encontrará el valor, que es lo único que puede salvar el pánico: mantenerse sereno y buscar alrededor otro escape que no sea el obvio ya marcado como salida. Sin embargo, muchas de las personas a quienes se les dice que los bolivianos, los canadienses, los húngaros enfrentan todos la misma elección fundamental, no sólo se sienten molestos, sino que se ofenden profundamente. La idea les parece no solamente loca sino chocante. No logran detectar la similitud en esta nueva degradación amarga que va permeando el hambre del indio del Altiplano, la neurosis del trabajador de Amsterdam y la cínica corrupción del burócrata de Varsovia.

### Hacia una cultura de productos estandarizados

El desarrollo ha tenido los mismos efectos en todas las sociedades: se han visto atrapadas en una nueva trama de dependencia de mercancías que fluyen del mismo tipo de máquinas, fábricas, clínicas, estudios de televisión, _think tanks_. Para satisfacer esta dependencia se tiene que seguir produciendo siempre más de lo mismo: bienes y servicios estandarizados por ingenieros y destinados a los consumidores, quienes, a su vez, son estandarizados por los educadores y promotores para que crean necesitar lo que se les ofrece.

Ya sean tangibles o intangibles, son éstos los productos estandarizados del mundo industrial; asumen valor monetario como mercancías y se determinan tanto por la acción del Estado como por el mercado, aunque el nivel de participación de uno y otro varíe en los diferentes regímenes. Las distintas culturas llegan a ser así residuos insípidos de un estilo de acción tradicional, perdidas en un páramo mundial; un terreno árido, desbastado por la maquinaria necesaria para producir y consumir. En las riberas del Sena y en las del Níger, la gente olvidó cómo ordeñar, porque el líquido blanco les llega envasado. Gracias a una mayor protección al consumidor, en Francia la leche es menos tóxica que en Malí. Es verdad que ahora hay mayor cantidad de criaturas que beben leche de vaca, pero los senos de las mujeres, ricas y pobres, se secan por igual. El adicto nace con el primer grito del niño que tiene hambre, cuando su organismo aprehende la leche artificial, abandonando el seno materno que, de este modo, se atrofia. Todas aquellas acciones humanas, autónomas y creativas, necesarias para el florecimiento del universo del hombre, terminan atrofiándose. Los techos de barro o de paja, de caña o de teja, se han ido reemplazando por techos de concreto para unos pocos y de plástico ondulado para la mayor parte. Ni los obstáculos de la selva ni los matices ideológicos han librado a los pobres y a los socialistas de apresurarse en construir carreteras para los ricos, esas vías que los conducen al mundo donde los economistas han tomado el lugar de los sacerdotes. El cuño de las monedas se traga todos los tesoros locales y los ídolos. El dinero devalúa lo que no puede medir. La crisis, pues, es la misma para todos: la opción entre una mayor o una menor dependencia de bienes de consumo industrial. Una dependencia mayor significa la destrucción rápida y total de las culturas como programas de actividades de subsistencia que produzcan satisfacción; una dependencia menor significa el variado florecimiento de valores de uso en culturas de intensa actividad. La elección es esencialmente la misma para ricos y pobres, aunque imaginarlo siquiera sería extremadamente difícil para quienes ya están acostumbrados a vivir en un supermercado, diferente, pero sólo en nombre, de las instituciones para idiotas.

En las sociedades del industrialismo tardío, toda la vida se organiza en función de las mercancías. Nuestras sociedades de mercado intensivo miden su progreso material de acuerdo con el aumento en el volumen y en la variedad de las mercancías producidas; y, siguiendo esta misma línea, medimos el progreso social de acuerdo con la distribución del acceso a estos bienes y servicios. La economía política se ha convertido en la gran propagandista del servicio de la dominación de los que producen en gran escala. El socialismo se ha degradado al convertirse en una lucha contra la distribución no igualitaria y la economía del bienestar ha identificado el bien público con la distribución de la opulencia y, en su sentido más estricto, con la humillante opulencia del pobre: un día de degradación organizada en un hospital público, cárcel o laboratorio educativo en Estados Unidos, alimentaría a una familia de la India durante un mes.

Al despreciar todos los costos a los que la Economía clásica fijó precios, la sociedad industrial creó un ambiente dentro del cual la gente no puede vivir sin devorar cada día el equivalente de su propio peso en metales, carburantes y materiales de construcción. Creó un mundo en el que la constante necesidad de protegerse contra los resultados negativos del crecimiento ha cavado nuevos abismos de discriminación, de impotencia y de frustración. Nunca olvidaré la afirmación del yanqui frente a un chileno: “Seremos siempre nosotros los que, en un mundo envenenado, tendremos los filtros de aire de mayor potencia”. Hasta ahora, los movimientos ecológicos al servicio del poder sólo han servido para dar más consistencia a esta orientación, al concentrar la atención pública sobre la irresponsabilidad técnica de quienes irrigan zonas habitacionales con subproductos venenosos o mutágenos y, en el mejor de los casos, han desenmascarado los intereses privados que aumentan la dependencia del individuo de necesidades creadas. Pero aún ahora, después de que se han fijado precios y costos para reflejar el impacto sobre el medio ambiente (el desvalor debido a los perjuicios o el costo de la polarización), no hemos sido capaces de percibir con claridad que este proceso sustituyó, por artículos empacados y producidos en serie, todo lo que la gente hacía o creaba por sí misma.

Desde hace algunos años, cada semana muere una u otra forma de expresión. Las que permanecen se uniforman cada vez más. Sin embargo, aun quienes se preocupan por la pérdida de variedades genéticas por la multiplicación de isótopos radiactivos, no advierten el agotamiento irreversible de las habilidades artesanales, de los cuentos y de los sentidos de la forma. Esta situación gradual de valores útiles pero no mercantilizables por bienes industriales y por servicios, ha sido la meta compartida de facciones políticas y de regímenes que, de otro modo, se opondrían violentamente.

Por este camino, trozos cada vez más largos de nuestras vidas se transforman de tal manera que la vida pasa a depender casi exclusivamente del consumo de mercancías. Esto es lo que deberíamos llamar aumento de la intensidad de mercado en las culturas modernas. Desde luego, los diferentes regímenes asignan sus recursos de manera distinta: aquí decide la “sabiduría de la mano escondida” del mercado, allá, la del ideólogo y el planificador. Pero la oposición política entre estos propositores de métodos alternativos para la asignación de los recursos, disfraza solamente el mismo desprecio burdo que tienen todas las facciones y partidos por la libertad y la dignidad personal. La política sobre energéticos en los distintos países nos da un buen ejemplo para estudiar la profunda identidad que existe entre los diferentes promotores del sistema industrial, llámense socialistas o liberales. Si excluimos sitios como Nueva Camboya, sobre la que me falta información, no existe élite en el gobierno ni oposición organizada que conciba un futuro deseable fundado en un instrumental social cuyo consumo de energía per cápita fuera inferior en varios órdenes de magnitud a los niveles que prevalecen hoy en Europa. Todas las corrientes políticas insisten en un presunto imperativo técnico que hace inevitable que el modo de producción moderno sea intensivo también en el uso de la energía. Hasta ahora no existe ningún partido que reconozca que un modo de producción de esta especie castra inevitablemente la capacidad creadora de los individuos y grupos primarios. Todos los partidos insisten en mantener niveles de empleo altos en la fuerza de producción y parecen incapaces de reconocer que los empleos tienden a destruir el valor de uso del tiempo libre. Insisten en que las necesidades de los individuos se definan, en la forma más objetiva y total, por especialistas certificados públicamente para tal competencia, y parecen insensibles a la consecuente expropiación de la vida misma.

A fines de la Edad Media se usó la asombrosa simplicidad del modelo heliocéntrico como un argumento para desacreditar a la nueva Astronomía. Su elegancia se interpretó como ingenuidad. En nuestros días, no son escasas las teorías centradas en el valor de uso, capaces de analizar el costo social generado por la economía establecida. Estas teorías han sido propuestas por muchos _outsiders_ de la economía que ubican sus perspectivas en una nueva escala de valores: la belleza, la sencillez, la ecología, la vida en comunidad. Como una forma recurrente de soslayar estas teorías, la economía moderna y sus practicantes se han dedicado a falsear y magnificar los fracasos que, con frecuencia, han sufrido estos _outsiders_ al experimentar con nuevos estilos de vida personal, y rehúsan mirar siquiera estas teorías —del mismo modo que el inquisidor legendario rehusó mirar a través del telescopio de Galileo—, ya que sus análisis podrían conducir al desplazamiento del centro convencional del sistema económico vigente. Estos distintos instrumentos analíticos podrían conducirlos a poner los valores de uso no mercantilizables en el centro de una cultura deseable donde solamente se asigne un valor a aquellos bienes mercantiles que fomenten una extensión más amplia de esos mismos valores de uso. Pero lo que sigue contando no es lo que la gente hace o crea, sino el producto de las corporaciones públicas o privadas. Todos colaboran por igual en el esfuerzo por transformar nuestras futuras sociedades en un enorme juego de suma cero, en el que cada ganancia y cada gozo de una persona se transforman inevitablemente en pérdida para las otras.

En esta carrera quedaron destrozados innumerables conjuntos de infraestructuras con las que la gente enfrentaba la vida, en las que jugaba, comía, tejía lazos de amistad y hacía el amor. Unas cuantas de las llamadas “décadas de desarrollo” bastaron para desmantelar más de dos tercios de los moldes culturales del mundo. Antes de estas décadas, aquellos moldes permitían que la gente satisfaciera la mayor parte de sus necesidades de acuerdo con un modo de subsistencia. Después de ellas, el plástico reemplazo a la cerámica, las bebidas gaseosas reemplazaron a la limonada, el Valium tomó el lugar del té de camomila, y los discos, el de la guitarra. A lo largo de toda la historia, la mejor medida de los tiempos malos ha sido el porcentaje de alimentos que se debían comprar. En tiempos buenos, la mayor parte de las familias conseguían casi todos sus alimentos de lo que ellos cultivaban o adquirían en un marco de relaciones gratuitas.

Hasta fines del siglo XVIII, el alimento que se producía más allá del horizonte abarcable por la vista del consumidor, que miraba desde un campanario o minarete, era menos de 1% en todo el mundo. Las leyes encami-nadas a controlar el número de aves de corral y de puercos dentro de los muros de la ciudad sugieren que, a excepción de unas cuantas zonas urbanas más extensas, casi la mitad de los alimentos se cultivaban igualmente dentro de la villa. Antes de la segunda Guerra Mundial, los alimentos traídos desde afuera a una región determinada constituían menos de 4% del total que se consumía; además, estas importaciones estaban destinadas, en gran medida, a las 11 ciudades que tenían más de dos millones de habitantes. Actualmente, 40% de la gente sobrevive gracias a que tiene acceso a los mercados interregionales. Concebir hoy día un mundo en el que se redujera radicalmente el mercado mundial en capitales y bienes, representa un tabú por lo menos tan absoluto como concebir un mundo en el que gente autónoma utilizara herramientas convivenciales para liberarse de la necesidad de consumir y para crear valores de uso en abundancia. En este tabú se refleja la creencia de que las actividades útiles por medio de las cuales la gente se expresa y satisface sus necesidades pueden sustituirse indefinidamente por bienes y servicios.

### La pobreza modernizada

Pasado cierto umbral, la multiplicación de mercancías induce a la impotencia, a la incapacidad de cultivar alimentos, de cantar o de construir. El afán y el placer, condiciones humanas, llegan a convertirse en privilegio de algunos ricos caprichosos. En Acatzingo, en la época en que Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso, como en la mayoría de los pueblitos mexicanos de su tamaño, existían cuatro bandas de músicos que tocaban a cambio de un trago y servían a una población de 800 personas. Actualmente, los discos y las radios conectadas a altoparlantes anegan todo talento local. Sólo ocasionalmente, en un acto de nostalgia, se reúne dinero para traer una banda de marginados de la universidad para cantar las viejas canciones en alguna fiesta especial. El día en que la legislación venezolana instituyó para cada ciudadano un derecho “habitacional” concebido como mercancía, tres cuartas partes de las familias hallaron que las casitas levantadas con sus propias manos quedaban rebajadas a nivel de cobertizos. Además, y esto era lo más importante, existía ya un prejuicio contra la autoconstrucción. No se podía iniciar legalmente la construcción de una casa sin antes presentar el plano diseñado por un arquitecto diplomado. Los desechos y sobrantes de la ciudad de Caracas, útiles hasta entonces como excelentes materiales de construcción, creaban ahora el problema de deshacerse de desperdicios sólidos. Al hombre que intentaba levantar su propia “morada” se le miraba como un desviado que rehusaba cooperar con los grupos de presión locales para la entrega de unidades habitacionales fabricadas en serie. Además, se promulgaron innumerables reglamentos que tildaron su ingenuidad de ilegal y hasta de delictiva. Este ejemplo ilustra el hecho de que son los pobres los primeros en padecer cuando una nueva mercancía castra uno de los tradicionales oficios de subsistencia. El desempleo útil de los cesantes se sacrifica a la expansión del mercado de trabajo. La construcción de la casa como actividad elegida por uno mismo se convierte en el privilegio de algunos ricos ociosos y extravagantes.

Una vez que se ha incrustado en una cultura la adicción a la opulencia paralizante, genera “pobreza modernizada”. Esta forma de desvalor, que se asocia necesariamente a la multiplicación de productos industriales, escapa a la atención de los economistas porque no puede aprehenderse con sus mediciones, y a la de los servicios sociales porque sus métodos no son operativos para estos casos. Los economistas no disponen de medios efectivos para incluir en sus cálculos lo que pierde la sociedad en relación con cierto goce que no tiene su equivalente en el mercado. Así, se podría actualmente definir a los economistas como los miembros de una cofradía que sólo acepta a aquellas personas que, en el ejercicio de su labor profesional, saben practicar una adiestrada ceguera hacia la consecuencia social más fundamental del crecimiento económico: más allá de cierto umbral, cada grado que se añade en cuanto a la opulencia en mercancías trae como consecuencia un descenso en la habilidad personal para hacer y crear.

Mientras la pobreza modernizada afectó solamente a los pobres, su existencia y su naturaleza permanecieron ocultas, aun en las conversaciones más corrientes. En la medida en que el desarrollo, o la modernización, llegó a los pobres que hasta entonces habían logrado sobrevivir, a pesar de su exclusión de muchos sectores de la economía de mercado, éstos se vieron implacablemente constreñidos a sobrevivir adquiriendo mercancías en un sistema de compras, lo que para ellos significa, siempre y necesariamente, obtener las escorias del mercado. A los indios de Oaxaca, que anteriormente no tenían acceso a las escuelas, los recluta ahora el sistema educativo para que “ganen” unos certificados que miden precisamente su inferioridad en relación con la población urbana. Además, y he aquí el sarcasmo, sin ese pedazo de papel no pueden siquiera ingresar en los oficios de la construcción. Este proceso —la modernización de renovados aspectos de la pobreza de los pobres— sigue ocultándose, culpando a las víctimas por su apreciación indiferente ante el acceso a los privilegios del progreso. Mientras tanto la alianza _non sancta_ entre los productores de mercancías y sus asistentes profesionales sigue cohesionándose sin cuestionamiento.

Un resultado de lo que decimos de fuerte significación social es que ahora la pobreza modernizada se convierte en la experiencia común de todos, a excepción de aquellos que son tan ricos que pueden retirarse a su Arcadia. A medida que las facetas de la vida, unas después de otras, se hacen dependientes de los abastecimientos estandarizados, muy pocos nos libramos de esa experiencia recurrente de pobreza modernizada. En Estados Unidos, el consumidor promedio escucha casi 100 avisos publicitarios diariamente, pero sólo una docena de ellos lo hacen reaccionar y, en la mayoría de los casos, en forma negativa. Aun los compradores bien provistos de dinero, junto con la mercancía novedosa, adquieren una nueva experiencia de desutilidad. Sienten que adquirieron algo de dudoso valor, tal vez inútil a corto plazo o aun dañino, algo que exige también de complementos todavía más costosos. A veces, las actividades de los organismos de protección al consumidor vuelven consciente este proceso porque, si bien empiezan por exigir controles de calidad, pueden conducir a una resistencia radical por parte del consumidor. Hay muchos que se hallan casi dispuestos a reconocer abiertamente la existencia de una nueva forma de riqueza: la riqueza _frustradora_ , producida por la expansión cada vez mayor de una cultura de mercado intensivo. Además, los opulentos llegan a presentir el reflejo de su propia condición en el espejo de los pobres. Sin embargo, esta intuición generalmente no se desarrolla más allá de una especie de romanticismo.

La ideología que identifica el progreso con la opulencia no se restringe, desde luego, a los países ricos. Esa misma ideología degrada las actividades no mercantilizables aun en zonas donde, hasta hace poco, casi todas las necesidades se satisfacían a través de un modo de vida de subsistencia. Los chinos, por ejemplo, inspirándose en su propia tradición, parecían estar dispuestos y ser capaces de redefinir el progreso técnico. Se veían listos para optar por la bicicleta en lugar del jet. Parecía que daban importancia a su propio poder de decisión local como una meta de un pueblo inventivo más que como un medio para la defensa nacional. Pero, en 1977, su propaganda glorifica la capacidad industrial china para dar, a bajo costo, mayor asistencia médica, educación, habitación y bienestar general. Provisionalmente, se asignan funciones meramente tácticas a las hierbas que se encuentran en las bolsas de los médicos descalzos o a los métodos de labor intensiva en la producción. En este caso, como en otros, la producción heterónoma de bienes —es decir, dirigida por otros—, estandarizada para distintas categorías de consumidores anónimos, fomenta las expectativas irreales y, en último término, frustradoras. Además, este proceso corrompe inevitablemente la confianza de la gente en esa siempre sorprendente competencia autónoma que encuentra dentro de sí misma y en su vecino. China representa simplemente el último ejemplo de la particular versión occidental de la modernización por medio de la dependencia de un mercado intensivo, que se apodera de una sociedad tradicional en la misma forma en que algunos cultos irracionales surgieron en comunidades aisladas como resultado de una invasión de esos extraños seres que se mataban en la segunda Guerra Mundial.

### La metamorfosis de las necesidades

Sin embargo, tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas ha ocurrido un cambio importante en un periodo muy corto: se han modificado radicalmente los medios socialmente deseables para satisfacer las necesidades. El motor atrofió al músculo, la instrucción escolar mortificó la curiosidad, el médico se hizo necesario para todo hombre en pleno vigor. Como consecuencia de esto las necesidades y los deseos adquirieron un carácter que no tiene precedentes históricos. Por vez primera, las necesidades se volvieron casi exclusivamente colimitantes con las mercancías. La libertad para moverse se degradó en el esfuerzo hecho para producir, distribuir y consumir el derecho al transporte. La búsqueda insistente para crear un ámbito de libertad se eclipsó ante el derecho a consumir. Mientras la gente llegaba donde podía llegar por medio de sus propios pies, no requería para su movilidad sino de la libertad de movimiento; ahora que el hombre se percibe como un ente que debe transportarse, los hombres se distinguen unos de otros por la amplitud y calidad de sus derechos al uso de kilómetro-pasajero. El mundo no es ya ancho y ajeno sino una sucesión de lugares de estacionamientos. Para la mayoría de las personas, los deseos de adquirir siguen a las nuevas necesidades y no pueden imaginar siquiera que un hombre moderno pueda aspirar a liberarse de vivir en esta dependencia de ser transportado. Esta situación que se presenta hoy como una interdependencia rígida entre necesidades y mercado, se legitima por medio de un llamado al peritaje de una élite cuyo conocimiento, debido a su misma naturaleza, no puede compartirse. Los economistas de todo tipo informan al público que el número de empleos depende de los vatios en circulación. Los educadores convencen al público de que la productividad depende del nivel de instrucción. Los ginecólogos insisten en que la calidad de la vida infantil y materna depende de su intromisión en ella. Por lo tanto, no podremos cuestionar efectivamente la extensión casi universal de las culturas de mercado intensivo de mercancías mientras no se haya destruido la impunidad de las élites que legitiman el vínculo entre mercancía y necesidad. Este punto queda muy bien ilustrado en el relato que me hizo una mujer acerca del nacimiento de su tercer hijo. Ya para entonces se sentía con experiencia acerca del parto. Se encontraba en el hospital y sintió que el niño iba a nacer. Llamó a la enfermera quien, en vez de ayudarla, corrió en busca de una toalla esterilizada para empujar la cabeza del niño hacia atrás, de vuelta al útero. La enfermera ordenó a la madre que dejara de pujar porque “el doctor Levy aún no ha venido”.

Ha llegado el momento de tomar una decisión pública. Las sociedades modernas, sean ricas o pobres, pueden tomar dos direcciones opuestas. Pueden producir una nueva lista de bienes —más seguros, con menos desperdicios y más fáciles de compartir— y, por ende, intensificar aún más la dependencia de productos estandarizados. O pueden abordar el problema de relación entre necesidades y satisfacción en una forma completamente nueva. En otras palabras, las sociedades pueden mantener sus economías de un mercado intensivo cambiando solamente el diseño de lo producido, o pueden reducir su dependencia de la mercancía. Esta última solución encierra la aventura de imaginar y construir nuevas infraestructuras en las que individuos y grupos primarios puedan desarrollar un conjunto de herramientas convivenciales. Estarían organizadas de manera que permitieran a la gente formar y satisfacer, directa y personalmente, una creciente proporción de sus necesidades.

La primera opción mencionada representa una continua identificación del progreso técnico con la multiplicación de mercancías. Los administradores burocráticos del _ethos_ igualitario y los tecnócratas del bienestar, coincidirían en un llamado a la austeridad: reemplazar los bienes que —como los jets— no pueden obviamente compartirse, por un equipamiento llamado “social” —como los autobuses—; distribuir más equitativamente las decrecientes horas de empleo de que se dispone y limitar la tradicional semana laboral a 20 horas; diseñar el nuevo tiempo de vida de ocio para ocuparlo en reentrenamientos o servicios voluntarios, a la manera de Mao, Castro o Kennedy. Este nuevo estadio de sociedad industrial —si bien socialista, efectiva y racional— nos introduciría simplemente en un nuevo estado de la cultura que degrada la satisfacción de los deseos al convertirlos en un alivio repetitivo de necesidades imputadas por medio de artículos estandarizados. En el mejor de los casos, esta alternativa produciría bienes y servicios de tal forma que su distribución fuera más equitativa. La participación simbólica de la gente en las decisiones sobre lo que se debiera hacer podría transferirse, de la vociferación en el mercado al voto en la asamblea política. Se podría suavizar el impacto ambiental de la producción. Entre las mercancías, crecerían ciertamente mucho más rápidamente los servicios que la manufactura de bienes. Enormes sumas de dinero se invierten ya en la _industria oracular_ a fin de que los profetas de la administración puedan fabricar escenarios “alternativos” diseñados para apuntalar esta primera opción. Es interesante notar que estos oráculos convergen en un punto: en que sería insoportable el costo social necesario para producir desde arriba la austeridad indispensable en una sociedad ecológicamente factible, pero que aún continúa centrada en la industria.

La segunda opción haría caer el telón sobre la dominación absoluta del mercado y fomentaría un _ethos_ de austeridad en beneficio de una variedad de acciones _satisfactorias._ Si bien en la primera alternativa _austeridad_ quiere decir la aceptación de los ukases administrativos en beneficio de la creciente productividad institucional, en la segunda, _austeridad_ querría significar esa virtud social por la cual la gente reconoce y decide los límites máximos de poder articulado que pueda exigir cualquier persona, a fin de conseguir su propia satisfacción y siempre en servicio de los demás. La “austeridad convivencial” inspira a una sociedad a proteger los valores de uso personales frente al enriquecimiento inhabilitante. Si en un lugar las bicicletas pertenecen a la comuna y en otro a los ciclistas, la naturaleza convivencial de la bicicleta como herramienta no cambia en nada. Tales mercancías seguirían produciéndose en gran medida con métodos industriales, pero se verían y se evaluarían en forma distinta. Actualmente las mercancías se consideran solamente como bienes de consumo que alimentan las necesidades creadas por _sus_ inventores.

Dentro de esta segunda opción, las mercancías se valorizarían por ser materias bases o herramientas que permiten a la gente generar valores de uso para mantener la subsistencia de sus comunidades respectivas. Pero esta opción depende, por supuesto, de una revolución copérnica en nuestra percepción de los valores. Hoy los bienes de consumo y los servicios profesionales constituyen el centro de nuestro sistema económico y los especialistas relacionan nuestras necesidades exclusivamente con ese centro. La inversión social que contemplamos aquí colocaría en el centro de nuestro sistema económico a los valores de uso creados por la misma gente. Es cierto que la discriminación mundial contra los autodidactas ha viciado la confianza de muchas personas para determinar sus propias metas y necesidades. Pero esa misma discriminación ha dado origen a una minoría creciente que está enfurecida por este despojo insidioso.

## Los servicios profesionales inhabilitantes

Estas minorías ven ya la amenaza que encierra para ellas —y para toda vida cultural autóctona— los megainstrumentos que expropian sistemáticamente las condiciones ambientales. Ellas están prontas para poner fin a una Edad. Están resueltas a recuperar su autonomía para fijar sus propias metas, decididas a proteger el dominio sobre su propio cuerpo, su memoria y sus capacidades, determinadas a luchar contra la expropiación sistemática del ambiente vital perpetrada por el sistema industrial en expansión. Aunque es cierto que una mayoría se encuentra baldada por el transporte y son sólo unos cuantos los que están decididos a oponerse a una invasión ulterior de redes de carreteras; aunque una mayoría ve sus sueños y sus capacidades de soñar destruidos por el estrangulamiento de sus ritmos vitales y sólo son unos cuantos los que están dispuestos a pagar el precio necesario para rechazar tal situación; aunque una mayoría de mujeres ven su equilibrio hormonal destruido por la píldora anticonceptiva, y una mayoría de empleados, los espacios de silencio interior contaminados, y sean unos cuantos los que se organizan activamente, cada una de estas minorías representa una categoría de pobreza modernizada en la que potencialmente puede reconocerse la mayoría. El industrialismo tardío justificó la organización de la sociedad como un conglomerado de múltiples mayorías, todas estigmatizadas por las burocracias proveedoras de servicios; no obstante, en el interior de cada una de estas mayorías se desarrollan y crecen minorías activas, que se combinan entre sí en una nueva forma de disidencia.

Pero, para poder dar término a una Edad, ella debe llevar un nombre adecuado. Propongo que se dé el nombre de Edad de las Profesiones Inhabilitantes a estos años medios del siglo XX. Elijo esta designación porque ella compromete a quienes la utilizan. Revela las funciones antisociales ejercidas por los proveedores menos desafiados —por los educadores, los médicos, los asistentes sociales, los científicos y otras bellas personas—. Simultáneamente enjuicia la complacencia de los ciudadanos que se han sometido, como clientes, a esta servidumbre multifacética. Hablar del poder de las profesiones inhabilitantes avergüenza a las víctimas y las lleva a reconocer la conspiración del eterno estudiante, del caso ginecológico o del consumidor, con sus administradores respectivos. Al describir el decenio de los sesenta como el del apogeo de los solucionadores de problemas, se evidencia de inmediato no sólo el orgullo de nuestras élites académicas sino la golosa credulidad de sus víctimas.

Pero, este enfoque en los fabricantes de la imaginación social y en los valores culturales pretende más que exponer y denunciar: al designar los últimos 25 años como la Edad de las Profesiones Tiránicas, también se está proponiendo una estrategia. Se indica la necesidad de ir más allá de la redistribución experta de mercancías de desecho, irracionales y paralizantes, que son la marca del profesionalismo radical. Lo que propongo va obviamente mucho más allá de la crítica de la propia profesión, que ha ido tomando forma, en los últimos años, tanto en América del Norte y Europa como en ciertos países pobres, entre médicos, abogados o maestros, que se autodefinen frecuentemente como profesionales radicales.

Esta estrategia exige nada menos que el desenmascaramiento del _ethos_ profesional. La fe y la confianza en el experto profesional, sea éste científico, terapeuta o ejecutivo, constituye el talón de Aquiles del sistema industrial. Por lo tanto, solamente las iniciativas de los ciudadanos y las tecnologías radicales que desafíen directamente la dominación enervante de las profesiones inhabilitantes podrán abrir el camino hacia la conquista de la libertad mediante una competencia no jerárquica, basada en la comunidad. Invalidar el _ethos_ profesional tal como existe actualmente es condición necesaria para el surgimiento de una nueva relación entre necesidades, herramientas contemporáneas y satisfacción personal. El primer paso para obtener esta invalidación liberadora es que el ciudadano adopte una postura escéptica y condescendiente ante el experto profesional. La reconstrucción social empieza por la duda.

Cada vez que propongo el análisis del poder profesional como la clave para la reconstrucción de la sociedad, se me dice que es un error peligroso escoger este fenómeno como eje de la recuperación del sistema industrial. ¿Acaso las formas organizativas de los establecimientos educativos, médicos y de planificación son otra cosa que el reflejo de la distribución del poder y del privilegio de una élite capitalista? ¿No es irresponsable minar la confianza que el hombre de la calle ha depositado en su protector preparado científicamente, en su médico o en su economista, precisamente en los momentos en que los pobres necesitan protectores, necesitan del acceso al salón de clases, a las clínicas y a los expertos? ¿No debiera enjuiciarse el sistema industrial denunciando con más fuerza a los Rockefeller y a los Stalin? ¿Acaso no es malvado denunciar a la gente que adquirió con tanto esfuerzo el conocimiento necesario para reconocer y servir a nuestras necesidades de bienestar, particularmente si éstos provienen de la misma clase a la que protegen? De hecho, ¿no se debiera señalar y escoger a estas personas como los líderes más aptos para cumplir con las tareas sociales —ya en marcha— y para identificar las necesidades de la gente?

Las argumentaciones contenidas en estas preguntas sólo presentan una defensa frenética de los privilegios de aquellas élites que, incluso pudiendo perder en ingresos, en realidad lograrían mayor estatus y poder si se hiciera más equitativo el acceso a sus servicios en esta nueva forma de economía de mercado intensivo. Una segunda serie de objeciones que se suscitan ante la posibilidad de una sociedad moderna centrada en los valores de uso, es aún más seria: surge de la conciencia del papel central que ha adquirido la seguridad nacional. Esta objeción particulariza, como punto central del análisis, a los conglomerados de la defensa, que aparentemente se hallan en el centro de toda sociedad burocrática-industrial. El argumento expuesto postula que las fuerzas de seguridad son el motor que está detrás de la reglamentación contemporánea universal en lo que atañe a la disciplina que depende del mercado. Identifica como principales fabricantes de necesidades a las burocracias armadas que nacieron cuando, bajo Luis XIV, Richelieu estableció la primera policía profesional, o sea, agencias profesionales que están actualmente a cargo de los armamentos, de la inteligencia y la propaganda. Desde Hiroshima, estos “servicios” han sido, al parecer, los que determinan la investigación, la planificación de la producción y el empleo. Estos servicios descansan sobre bases civiles: como la escolaridad para la disciplina, el entrenamiento del consumidor para el goce de lo inútil, el acostumbrarse a las velocidades violentas, la ingeniería médica para la vida en un refugio que abarca la tierra y la dependencia estandarizada de los temas de actualidad que dispensan benévolos policías de la cultura. Esta línea de pensamiento ve en la seguridad del Estado al generador de los patrones de producción de la sociedad y piensa que la economía civil es, en gran medida, un resultado o un prerrequisito de lo militar.

Si fuera válida una argumentación construida alrededor de esta noción, ¿tendría una sociedad de este tipo la posibilidad de renunciar al poder atómico, aun sabiendo cuán venenoso, tiránico o contraproductivo puede resultar el exceso de energía ulterior? ¿Cómo esperar que un Estado conducido por su defensa tolerara la organización de grupos de ciudadanos descontentos que apartan a sus vecindades del consumo para proclamar la libertad de producir —en pequeña e intensiva escala— valores de uso, libertad dada en una atmósfera de austeridad gozosa y satisfactoria? ¿No tendría una sociedad militarizada que moverse en el acto contra los desertores de necesidades, calificarlos de traidores y, si fuera posible, exponerlos no sólo al desprecio sino al ridículo? ¿No tendría una sociedad conducida por la defensa que suprimir aquellos ejemplos que llevarían a una modernidad no violenta, en estos momentos en que la política pública exige una descentralización de la producción de mercancías (que recuerda a Mao) y un consumo más racional, equitativo y supervisado profesionalmente?

Esta argumentación otorga un crédito indebido a lo militar como fuente de la violencia en un Estado industrial. Debemos denunciar como una ilusión esta presunción de que los requerimientos militares son culpables de la agresividad y destructividad de la sociedad industrial avanzada. Es evidente que si el dominio militar se hubiera anexado de alguna forma el sistema industrial y le hubiera arrancado al control civil las diferentes esferas de iniciativa y de acción sociales, el estado actual de la política hecha por la armada habría alcanzado un nivel irreversible; por lo menos imposible para una reforma civil. Ésta es, de hecho, la argumentación que esgrimen los líderes militares más brillantes de Brasil, quienes ven en las fuerzas armadas a los únicos tutores legítimos de la búsqueda pacífica de la industrialización durante lo que queda de este siglo.

Pero esto simplemente no es así. El Estado industrial tardío no es un producto del ejército. Más bien el ejército es uno de los síntomas de su orientación firme y totalizadora. Es cierto que el presente modo de organización industrial puede tener sus antecedentes militares más remotos en tiempos napoleónicos. Es cierto que la educación obligatoria para los niños campesinos, en 1830, la atención universal de la salud para el proletariado industrial, en 1850, las crecientes redes de comunicación, lo mismo que la mayor parte de las formas de estandarización industrial, fueron estrategias introducidas en la sociedad, en primer lugar, como requerimientos militares, y sólo más tarde se entendieron como formas dignas de progreso pacífico, civil. Pero el hecho de que los _sistemas_ de salud, de educación y de bienestar necesitaran de una lógica militar para promulgarse como leyes, no significa que no tuvieran relación con el empuje industrial básico que, de hecho, nunca fue violento, pacífico o respetuoso de la gente.

Hoy día es más fácil tener esta visión. Primero, porque desde el Polaris, ya no es posible distinguir entre ejércitos de tiempos de paz o de guerra y, segundo, porque desde la guerra contra la pobreza la paz está en pie de guerra. Actualmente, las sociedades industriales están constante y totalmente movilizadas; están organizadas para constantes emergencias públicas; son bombardeadas con estrategias variadas en todos los sectores; los campos de batalla de la salud, la educación, el bienestar y la igualdad están sembrados de víctimas y cubiertos de ruinas; las libertades de los ciudadanos se suspenden continuamente para lanzar campañas en contra de males siempre redescubiertos; cada año se descubren nuevos habitantes fronterizos que deben protegerse o recuperarse de algunos nuevos malestares, de alguna ignorancia previamente desconocida. Las necesidades básicas formuladas e imputadas por todas las agencias profesionales son necesidades para la defensa contra males.

Los profesores y científicos sociales que hoy buscan culpar a los militares por la destructividad de las sociedades mercantilizadas intensamente, son gente que intenta detener, en forma bastante torpe, la erosión de su propia legitimidad. Alegan que los militares empujan al sistema industrial a este estado frustrador y destructivo, y distraen, por este medio, la atención sobre la naturaleza profundamente destructiva de una sociedad de mercado intensivo que lleva a sus ciudadanos a las guerras de hoy. A quienes buscan proteger la autonomía profesional contra la madurez ciudadana y a quienes desean mostrar al profesional como una víctima del Estado militarizado se les responderá con una simple alternativa: la dirección que los ciudadanos libres desean seguir a fin de superar la crisis mundial.

### Hacia el fin de una época

Para el sentido común, son cada vez más evidentes las ilusiones que llevaron a instituir a las profesiones como árbitros de las necesidades. A menudo, la gente ve lo que realmente son los procedimientos en el sector de servicios —por ejemplo, los de las compañías de seguros, o los rituales que ocultan a los ojos de la maraña proveedor-consumidor, la oposición que existe entre el ideal en aras del cual se rinde el servicio y la realidad engendrada por este servicio—. Las escuelas que prometen la misma ilustración para todos, generan una meritocracia degradante y una dependencia de por vida de una tutoría cada vez mayor. Los vehículos compelen a todos a ir cada vez más lejos y a correr más. Pero el público aún no tiene claras las posibilidades de elección. Los proyectos patrocinados por los líderes profesionales podrían desembocar en la aparición de los credos políticos compulsivos (con sus versiones que acompañan a un nuevo tipo de fascismo), o bien, los experimentos que emprendieran los ciudadanos podrían desechar nuestra _hybris_ como si fuese otra colección histórica de locuras, si bien neoprometeicas, esencialmente efímeras. Una opción informada requiere que examinemos el papel específico de las profesiones para determinar quién en esta Edad obtiene qué cosa y por qué.

A fin de ver con claridad el presente, imaginemos a los niños que pronto jugarán entre las ruinas de las escuelas secundarias, de los Hilton y de los hospitales. En estos castillos profesionales convertidos en catedrales, construidos para protegernos de la ignorancia, la incomodidad, el dolor y la muerte, los niños de mañana representarán de nuevo en sus juegos las desilusiones de nuestra Edad de las Profesiones, tal como nosotros reconstruimos las cruzadas de los caballeros contra el pecado y los turcos, en la Edad de la Fe, en antiguos castillos y catedrales. En sus juegos, los niños asociarán el graznido universal que contamina hoy nuestro lenguaje con los arcaísmos heredados de los grandes gángsters y de los vaqueros. Los imagino llamándose unos a otros “Señor Presidente de la Asamblea” o “Señor Secretario” más bien que “Jefe” o “Sheriff”.

Se recordará la Edad de las Profesiones como aquel tiempo en que la política entraba en descomposición cuando los ciudadanos, guiados por profesores, confiaban a tecnócratas el poder de legislar sobre sus necesidades, la autoridad de decidir quiénes necesitaban qué cosa y el monopolio de los medios que satisfacían estas necesidades. Se la recordará como la Edad de la Escolarización, cuando se entrenaba a la gente durante un tercio de sus vidas para que acumularan necesidades prescritas, y durante los dos tercios restantes pasaban a ser clientes de prestigiosos traficantes que dirigían sus hábitos. Se recordará la Edad de las Profesiones como aquella en que los viajes recreativos significaban la mirada fija y empaquetada hacia los extraños y que la intimidad exigía un previo entrenamiento con Masters y Johnson; cuando la opinión formada era un refrito del programa televisivo de la noche anterior, y votar era dar su aprobación a un vendedor sólo para tener más de lo mismo.

Los estudiantes del futuro se sentirán tan confundidos por las supuestas diferencias entre las instituciones profesionales capitalistas y las socialistas, como se sienten los estudiantes de hoy con las pretendidas diferencias entre las últimas sectas cristianas reformadas. Descubrirán también que los bibliotecarios profesionales, los cirujanos, los diseñadores de supermercados en los países pobres o en los países socialistas, a fines de cada decenio, terminan teniendo los mismos registros, utilizando los mismos instrumentos y construyendo los mismos espacios que sus colegas de los países ricos habían introducido en los comienzos de la década. Los arqueólogos no fijarán los periodos de nuestra Edad de acuerdo con los restos de cerámica encontrados en las excavaciones, sino con las modas profesionales reflejadas en las tendencias de las publicaciones de las Naciones Unidas.

Sería pretencioso predecir si esta Edad, en la que las necesidades se proyectan profesionalmente y de antemano, se recordará con una sonrisa o con una maldición. Desde luego yo espero que se recordará como la noche en que papá salió de juerga, malgastó la fortuna de la familia y obligó a sus hijos a empezar desde cero. Desgraciadamente, es mucho más probable que se recuerde como los tiempos en que toda una generación se lanzó a una búsqueda frenética de riqueza empobrecedora, permitiendo la alienación de todas las libertades, y que después de haber puesto la política a merced de las garras organizadas de los receptores de bienestar, dejó que se extinguiera en un totalitarismo experto.

### Las profesiones dominantes

Enfrentemos primero el hecho de que las asociaciones de especialistas que actualmente dominan la fabricación, la adjudicación y la satisfacción de necesidades forman un nuevo tipo de cartel. Es importante también saber reconocer las nuevas características esenciales del profesional en el industrialismo tardío. Si no se reconocen, ocurrirá que, inevitablemente, en el momento de la discusión, el nuevo biócrata se ocultará tras la máscara benévola del doctor de familia de antaño; el nuevo pedócrata y sus esfuerzos para “modificar comportamientos”, tomará la forma del inocente maestro de _kindergarden_ que hace unos experimentos interesantes y la lucha que se entable contra el nuevo seleccionador de personal, armado de todo un arsenal psicológico para la degradación, se llevará a cabo ineludiblemente con las antiguas tácticas desarrolladas para defenderse contra el capataz de la fábrica. Se debería bautizar a estos nuevos profesionales con algún término que todavía no tenemos. Las nuevas profesiones se encuentran atrincheradas mucho más profundamente que una burocracia bizantina. Son más internacionales que una Iglesia universal, más estables que un sindicato, dotadas de más capacidades que cualquier chamán y ejercen un dominio más fuerte que el de cualquier mafia sobre aquellos que reclaman controlar.

Sin embargo, debemos distinguir cuidadosamente entre los nuevos especialistas organizados y los chantajistas mafiosos. Por ejemplo, los educadores pueden actualmente decir a la sociedad qué es lo que deben aprender y pueden descalificar todo lo aprendido fuera de la escuela. De acuerdo con esta clase de monopolio, que les permite impedir que usted haga sus compras en cualquier otra parte o que usted fabrique su propio licor, parecería, a primera vista, que les cuadra la definición que hace el diccionario de la palabra gángster. Pero los gángsters arrinconan una necesidad básica controlando los abastecimientos en provecho propio. Actualmente los médicos y los asistentes sociales —como antes los sacerdotes y abogados— obtienen un poder legal para crear necesidades que, de acuerdo con la ley, solamente ellos pueden satisfacer. Convierten al Estado moderno en una corporación que abarca a otras empresas que, a su vez, facilitan el ejercicio de sus capacidades, garantizadas por las mismas empresas.

El control legalizado sobre el trabajo ha tomado muchas formas distintas: los soldados ocasionales rehusaban pelear mientras no habían adquirido licencia para saquear. Lisístrata organizó a las mujeres sometidas, para que, rechazando el sexo, obligaran a sus hombres a la paz. Los doctores de Cos se juramentaron para divulgar sólo a sus hijos los secretos del oficio. Fueron las corporaciones las que establecieron los currícula, los rezos, los exámenes, las peregrinaciones y las pruebas que tuvo que pasar Hans Sachs antes de que se le permitiera calzar a sus vecinos del burgo. En los países capitalistas los sindicatos procuran controlar quiénes han de trabajar, durante cuántas horas y cuál será el salario que percibirán. Todas estas asociaciones representan los esfuerzos que hacen los especialistas para determinar cómo y por quién debiera efectuarse un tipo de trabajo. Pero, ninguno de estos grupos constituyen una profesión en sentido estricto. Las profesiones tiránicas de hoy, de las cuales constituyen un buen ejemplo los médicos, el ejemplo literalmente más doloroso, van mucho más allá: ellos deciden qué es lo que se debe fabricar, por quién y cómo se debe administrar. Ellos proclaman un conocimiento especial, incomunicable, no solamente sobre lo que las cosas son y cómo deben hacerse sino sobre la razón de por qué se deben necesitar sus servicios. Los comerciantes venden los bienes que almacenan. Los hombres del gremio garantizan la calidad. Algunos artesanos confeccionan el artículo de acuerdo con las medidas y el antojo del cliente. Los profesionales le dicen a usted qué es lo que necesita. Reclaman para sí el poder de prescribir. No sólo aconsejan lo que es bueno, sino que decretan lo que es correcto. La característica del profesional no es ni el ingreso, ni una larga preparación, ni las tareas delicadas, ni la condición social. Sus ingresos pueden ser bajos o consumidos por los impuestos, su preparación puede demorar semanas en vez de años. Su estatus puede compararse al de la profesión más antigua de la historia. Más bien, es la autoridad que tiene el profesional para tomar la iniciativa de definir a una persona como cliente, para determinar las necesidades de esa persona y para entregarle una prescripción que lo defina en este nuevo rol social. A diferencia de las prostitutas de antaño, el profesional moderno no es quien vende lo que otros dan gratis, es más bien quien decide lo que debe venderse y no debe entregarse gratuitamente.

Existe otra diferencia entre el poder profesional y el de otras ocupaciones. Este poder proviene de fuentes distintas. Una corporación, un sindicato o una mafia obligan a respetar sus intereses y derechos por medio de las huelgas, del soborno o de la violencia abierta. Una profesión, al igual que un clero, ejerce el poder cedido por una élite cuyos intereses apoya. Tal como un clero ofrece el camino de la salvación siguiendo los pasos de un soberano ungido, una profesión interpreta, protege y suministra un interés especial y de este mundo, a los súbditos de una sociedad moderna. El poder profesional es una forma especial que toma el privilegio de prescribir lo que es correcto para los demás y que, por lo tanto, necesitan. Este poder es la fuente de estatus y de mando en la Edad Industrial tardía. Esta suerte de poder profesional sólo puede existir en las sociedades en las que la pertenencia a la élite misma se adquiere y legitima por medio del estatus profesional. Le viene al dedillo a la Edad en que, hasta el acceso al Parlamento, o sea, a la Cámara de los Comunes, se encuentra, de hecho, restringido a quienes han obtenido el título de maestría que tasa su patrimonio de conocimientos almacenados que se les administraron en la universidad. La autonomía y la licencia profesional para definir las necesidades de la sociedad es la forma lógica que adopta la oligarquía en una cultura política que sustituye las antiguas formas de acreditación por certificados de las universidades. El poder que tienen las profesiones sobre el trabajo que realizan sus miembros es diferente, por lo tanto, no sólo en cuanto a su extensión sino en cuanto a su origen.

### Las profesiones tiránicas

El médico ambulante se convirtió en doctor en medicina cuando dejó el comercio de los medicamentos a los farmacéuticos y se reservó para sí mismo la facultad de prescribir. En ese momento adquirió una nueva forma de autoridad, juntando tres roles en un solo personaje. La autoridad sapiente para aconsejar, instruir y dirigir; la autoridad moral que hace su aceptación no sólo útil sino obligatoria; y la autoridad carismática que permite al médico apelar a cierto interés supremo de sus clientes, que no sólo está por encima de su conciencia sino, a veces, hasta por encima de la razón de Estado. Desde luego que este tipo de doctor aún existe, pero dentro del sistema médico moderno es una figura del pasado. Actualmente es bastante más común un nuevo tipo de científico de la salud aplicada. Cada vez más se ocupa de casos y no de personas; se ocupa de las desviaciones que detecta en el caso, más que de la dolencia que aqueja al individuo; protege el interés de la sociedad más que el interés de la persona. Los tipos de autoridad que se acumularon en la imagen del doctor de antaño, durante los años de liberalismo, y que colaboraban con el facultativo individual en el tratamiento del paciente, los detenta actualmente la corporación profesional al servicio del Estado. Es esta institución la que se adjudica hoy una misión social.

En los últimos 25 años, la medicina se ha convertido, de una profesión liberal, en una profesión dominante al adquirir el poder de indicar lo que constituye una necesidad de salud para la _gente en general_. Los especialistas de la salud, en cuanto corporación, han adquirido la autoridad para determinar qué tipo de atención médica debe suministrarse a la sociedad en general. Ya no es un individuo profesional el que atribuye una “necesidad” a otro individuo como cliente, sino una agencia corporativa la que atribuye una necesidad a capas enteras de la población y es la que, en seguida, se adjudica el mandato de someter a prueba a la población entera a fin de identificar a aquellos que pertenecen al grupo de clientes potenciales. Lo que sucede en la esfera de la atención médica es totalmente coherente con lo que sucede en otros dominios. Cada día, una nueva secta se atribuye una nueva misión terapéutica y esta misión adquiere legitimidad pública. De la misma forma en que los educadores han conquistado el poder de diagnosticar y administrar terapias del comportamiento, los trabajadores sociales, los policías y los arquitectos, al igual que los médicos, gozan de amplia autoridad para crear instrumentos de diagnóstico que utilizan para cazar al cliente, instrumentos que el público ya no osa verificar. Docenas de fabricantes de otras necesidades tratan de imitarlos. Los banqueros internacionales se atribuyen el poder de diagnosticar las necesidades chilenas, bajo Allende o bajo Pinochet, y de definir las condiciones sin las cuales no administrarán las terapias. Los especialistas de la seguridad evalúan el riesgo que representan varias clases de ciudadanos y se atribuyen la competencia de invadir su ámbito privado. Ya no hay manera de parar la escalada de necesidades si no se exponen en forma política aquellas ilusiones que legitiman la tiranía profesional. Muchas profesiones se encuentran tan firmemente establecidas que no solamente ejercen tutoría sobre el ciudadano-vuelto-cliente sino que también conforman su mundo convertido-en-custodia. El lenguaje en que se percibe a sí mismo el ciudadano, su percepción de los derechos y libertades, y su conciencia de las necesidades, derivan de la hegemonía profesional. La diferencia que existe entre el artesano, el profesional liberal y el nuevo tecnócrata puede clarificarse si enfatizamos sus típicas reacciones ante la gente que despreciaba sus respectivos consejos. Si uno despreciaba el consejo del artesano, era un tonto. Si uno despreciaba el consejo liberal, era condenado por la sociedad. Si uno escapa, actualmente de la atención que el cirujano o el psiquiatra han decidido darle, el gobierno o la profesión misma pueden ser inculpadas.

De artesano-mercader o consejero culto, el profesional se ha transformado en un cruzado filántropo que sabe cómo se debe alimentar a los niños, qué alumnos deben continuar estudios más avanzados y qué medicamentos la gente no debe consumir. Del tutor que observaba mientras uno memorizaba la lección, el maestro de escuela se ha transformado en un educador cuya cruzada moralizadora le da título de entrometerse entre uno y cualquier cosa que desee aprender. Aun los empleados de la perrera de Chicago se han transformado en expertos de control canino. Como resultado de este cambio el costo por eliminar un perro se ha elevado en 20 años, de 7.50 a 320 dólares. Mientras tanto, 5.4% de todas las lesiones tratadas en el hospital Cook County —el más grande del mundo— son mordeduras del mejor amigo del hombre.

Los profesionales reclaman un monopolio sobre la definición de las desviaciones y sobre sus remedios. Por ejemplo, los abogados afirman que solamente ellos tienen competencia y derecho _legal_ para dar asistencia en un divorcio. Si uno descubre un método para divorcio “hágalo usted mismo”, se encontrará en un lío doble: si no es abogado queda expuesto a la acusación de practicar sin licencia; si es miembro de un despacho de abogados puede ser expulsado por falta de ética profesional. Los profesionales reclaman también un saber oculto sobre la naturaleza humana y sus debilidades, saber que sólo ellos pueden aplicar con utilidad. Los sepultureros, por ejemplo, no se convirtieron en miembros de una profesión por llamarse empresarios de pompas fúnebres, ni por obtener créditos escolares, ni por aumentar sus ingresos o por liberarse del olor que acompaña su negocio al ser elegido uno de ellos como presidente del Club de Leones. Los empresarios de pompas fúnebres forman una profesión, dominante e inhabilitante, desde el momento que tuvieron la fuerza para lograr que la policía detuviera un entierro si ellos no habían embalsamado y encajonado el cadáver. En cualquier campo donde se pueda inventar una necesidad humana, estas nuevas profesiones inhabilitantes se arrogan el estatus de expertos exclusivos del bien público.

### Las profesiones establecidas

La transformación de una profesión liberal en dominante equivale al establecimiento legal de una Iglesia de Estado. Los médicos transformados en biócratas, los maestros en gnoseócratas, los empresarios de pompas fúnebres en tanatócratas es algo que está mucho más cerca de las “clerecías” subsidiadas por el Estado que de las asociaciones comerciales. El profesional, como maestro de la línea de moda de la ortodoxia científica, actúa como teólogo. Como empresario moral, actúa en el papel del sacerdote: con su actuación crea la necesidad para su mediación. Como cruzado benefactor actúa en el papel de misionero a la caza de marginados. Como inquisidor pone fuera de la ley al no ortodoxo: impone sus soluciones al recalcitrante que rehúsa reconocerse como problema. Esta investidura multifacética, combinada con la labor de aliviar los inconvenientes específicos de la condición humana, hace que cada profesión sea análoga a un culto establecido. La aceptación pública de las profesiones tiránicas es esencialmente un hecho político. Toda afirmación nueva de legitimidad profesional significa que las tareas políticas de legislar, la revisión judicial de casos y el Poder Ejecutivo pierden algo de su independencia y de sus características propias. Los asuntos públicos pasan de las manos de legos escogidos por sus semejantes a las de una élite que se otorga por sus propios créditos.

Cuando la medicina sobrepasó recientemente sus limitaciones liberales, invadió el campo legislativo y estableció normas públicas. Los médicos siempre habían determinado en qué consistían las enfermedades; actualmente la medicina determina cuáles son las enfermedades que la sociedad no tolerará. La medicina invadió las cortes de justicia. Los médicos siempre habían diagnosticado quién era el enfermo; sin embargo, la medicina etiqueta actualmente a los que merecen tratamiento. Los médicos liberales prescribían un tratamiento: la medicina dominante posee poderes públicos de rectificación; ella decide qué habrá de hacerse con los enfermos y cómo disponer de ellos.

En una democracia, el poder de legislar, de aplicar las leyes y de hacer justicia debe derivar de los ciudadanos mismos. Este control ciudadano sobre los poderes clave ha sido restringido, debilitado y hasta abolido por la ascensión de profesiones “clericales”. Un gobierno que dicta sus leyes de acuerdo con las opiniones expertas de tales profesiones puede ser un gobierno _para_ la gente pero nunca _de_ la gente. Éste no es el momento de investigar cuáles fueron las intenciones para debilitar así el poder político. Basta con indicar la descalificación por parte de los profesionales de la opinión del vulgo como condición necesaria para tal subversión.

Las libertades civiles se fundan en la norma que excluye todo testimonio de oídas de las declaraciones en que se basan las decisiones públicas. La máquina legal sólo funciona a partir de lo que la gente puede ver e interpretar por sí misma. Las opiniones, las creencias, las deducciones o persuasiones no se toman en cuenta cuando entran en conflicto con testigos presenciales. Invirtiendo esta norma, las élites de expertos se han vuelto profesiones dominantes. En los aparatos legislativos y en las cortes de justicia se ha descartado, de hecho, el reglamento contra la evidencia que antes proporcionaban testigos orales y oculares y se ha reemplazado por las opiniones que profieren los miembros de estas élites que se autoacreditan.

Pero sería arriesgado confundir el uso público de conocimientos expertos con el juicio normativo entregado al ejercicio corporativo de una profesión. Cuando la corte de justicia citaba a un perito artesanal —por ejemplo un fabricante de armas— para que revelara al jurado los secretos de su oficio, en ese mismo lugar podía instruir al jurado sobre su arte. Determinaba, en una demostración práctica, de qué parte del cargador del revólver había provenido la bala. Hoy día, la mayoría de los expertos desempeñan un papel diferente. El profesional dominante aporta al jurado o a los legisladores la opinión de sus colegas, todos iniciados en la materia, en vez de aportar evidencia basada en hechos y en alguna destreza. Actúa como teólogo al servicio de la corte. Exige que se suspenda el reglamento de los testimonios de oídas, y socava inevitablemente el poder de la ley. De este modo el poder democrático se debilita cada vez más.

### La hegemonía de las necesidades imputadas

Si no fuera porque la gente está pronta a considerar como carencia lo que los expertos le imputan como necesidad, las profesiones no habrían podido llegar a hacerse dominantes e inhabilitantes. La dependencia entre unos y otros (como tutores y alumnos) se ha hecho resistente al análisis, debido a que se halla oscurecida por un lenguaje degenerado. Las buenas palabras de antaño se han transformado en hierros candentes que reclaman el control de los expertos sobre el hogar, la tienda, el comercio y el espacio y sobre todo lo que se da en medio de ellos. El lenguaje, el bien común más fundamental, se halla contaminando así por estas hilachas de jerga, retorcidas, pegajosas, cada una sujeta al control de una profesión. El empobrecimiento de las palabras, el agotamiento del lenguaje cotidiano y su degeneración en terminología burocrática equivale, de manera más íntimamente degradante, a la degradación ambiental tan a menudo discutida. No se pueden proponer cambios posibles en los planes, las actitudes y las leyes si no nos hacemos más sensibles al rechazo de estos nombres erróneos que sólo ocultan la dominación. Cuando yo aprendí a hablar, de _problemas_ se hablaba solamente en las matemáticas o en el ajedrez, de _soluciones_ sólo cuando eran salinas o legales y _necesitar_ se conjugaba, pero casi no se usaba como sustantivo. Las expresiones “Tengo un problema” o “Tengo una necesidad” sonaban tontas. Cuando llegué a mi adolescencia, y Hitler buscaba soluciones, también se extendió “el problema social”. Se descubrieron “niños problema” con matices siempre nuevos entre los pobres, a medida que los trabajadores sociales aprendían a catalogar a sus víctimas y a estandarizar sus “necesidades”. La necesidad, usada como sustantivo, llegó a ser el forraje que engordó a las profesiones hasta la tiranía. Así se modernizó la pobreza. Los nuevos términos transformaron una experiencia personal y comunitaria en asuntos de técnicas: los pobres se hicieron “necesitados”.

Durante la segunda mitad de mi vida, “ser necesitado” llegó a ser algo respetable. Las necesidades, calculables e imputables, promovían en la escala social. Tener necesidades dejó de ser un signo de pobreza. El ingreso económico abrió nuevos registros de necesidades. Spok, Comfort y los divulgadores de Nader entrenaron a los legos en la compra de soluciones a los problemas que habían aprendido a cocinar de acuerdo con recetas profesionales. La educación calificó a los graduados para trepar hacia alturas cada vez más enrarecidas y plantar y cultivar allí cepas siempre nuevas de necesidades híbridas.

Cada vez más un número creciente de medicamentos tuvieron que adquirirse bajo receta autorizada. Aumentó la prescripción y disminuyó la capacidad. Por ejemplo, en medicina, se prescribieron cada vez más medicamentos farmacológicamente activos y la gente perdió su voluntad y su habilidad para enfrentarse a una indisposición o a un malestar. Alrededor de 1 500 productos nuevos aparecen cada año en los estantes de los supermercados norteamericanos: después de un año sólo sobrevive 20%. El resto lo retiran después de un tiempo, habiendo servido a los vendedores como gancho, ya sea para experimentos o por haber sido modas efímeras o por haberse revelado como peligrosos para el consumidor, no económicos para el productor o por haber cedido ante la competencia. Cada vez más, los consumidores se ven forzados a buscar ayuda de los profesionales de la “defensa del consumidor”.

Además, el reemplazo constante de los productos hace que los deseos se vuelvan superficiales y plásticos. Aunque suene paradójico resulta que el consumo elevado va a la par de una nueva forma de indiferencia de parte del consumidor: mientras mayor sea el número, el volumen y la especificidad de las necesidades que se le atribuyen profesionalmente, más grande se vuelve la indiferencia para satisfacer sus propios deseos, que ya no sabe especificar. Cada vez más, las necesidades se crean por _slogans_ comerciales, las compras se hacen por órdenes del decano universitario o de las expertas en belleza o de los ginecólogos, del dietista y de docenas de otros diagnosticadores con poder para prescribir. Resulta lógico que los quiromantes y los astrólogos nunca hayan vivido tanta prosperidad como hoy. Una asignación de este tipo parece casi razonable en una cultura en la que la acción propia no es el resultado de una experiencia personal en busca de una satisfacción, y en la que el consumidor consecuentemente adaptado sustituye las necesidades sentidas por las aprendidas. A medida que la gente se hace experta en el arte de aprender a necesitar, llega a ser cada vez más escasa la capacidad para aprender a moldear los deseos de acuerdo con la experiencia. A medida que las necesidades se parten en pedacitos cada vez más pequeños, cada uno administrado por el especialista apropiado, el consumidor siente dificultad en integrar en un todo significante —que pudiera desearse con empeño y poseerse con agrado— las ofertas que por separado le hacen sus distintos tutores. Los administradores de la empresa, los consejeros del estilo de vida, los asesores académicos, los expertos en dietas de moda, los desarrolladores de la sensibilidad y otros por el estilo, perciben claramente las nuevas posibilidades de control y se movilizan para equiparar los bienes envasados con estas necesidades astilladas.

“Necesidad”, usado como sustantivo, es el sobretiraje individual de un modelo profesional; es la réplica en hule-espuma del molde con el que los profesionales marcan sus artículos; es el molde publicitado del panal de miel con el que se fabrican los consumidores. Ser ignorante o no estar convencido de las propias necesidades se ha vuelto el acto de disolución social imperdonable. El buen ciudadano es aquel que se adjudica necesidades engrapadas con tal convicción que ahoga cualquier deseo de buscar alternativas o de renunciar a estas necesidades.

Cuando yo nací, antes de que Stalin, Hitler o Roosevelt fueran conocidos, sólo los ricos, hipocondriacos y miembros de los sindicatos poderosos, hablaban de necesidad de atención médica cuando les subía la temperatura. Era una necesidad cuestionable, porque los doctores no podían hacer mucho más de lo que había hecho la abuela. En la medicina, la primera mutación de las necesidades llegó con las sulfas y los antibióticos. Cuando el control de las infecciones llegó a ser una rutina simple y efectiva, cada vez más medicamentos pasaron a la lista de las prescripciones. La asignación del papel de enfermo llegó a ser un monopolio del médico. La persona que se sentía _mal_ tenía que ir a una clínica para que la etiquetaran con el nombre de una _enfermedad_ y poder así ser declarada legítimamente miembro de la minoría de los llamados enfermos; o sea, personas excusadas del trabajo, con título para que se les ayudara, puestas bajo las órdenes del doctor y obligadas a que se les cure, a fin de llegar a ser nuevamente útiles. En otras palabras, cuando la técnica farmacológica — _test_ y medicamentos— se volvió tan barata y predecible que la gente podría prescindir del médico, el sacerdocio médico llamó en su auxilio al brazo secular.

La segunda mutación que experimentaron las necesidades médicas ocurrió cuando el enfermo dejó de ser minoría. Actualmente muy pocas personas se libran de estar bajo las órdenes médicas por algún tiempo. Tanto en Italia, como en Estados Unidos, en Francia o en Bélgica, uno de cada dos ciudadanos está siendo observado simultáneamente por más de tres profesionales de la salud, que lo tratan, lo aconsejan o simplemente lo observan. El objeto de esta atención especializada es, en la mayor parte de los casos, una condición de los dientes, del útero, de las emociones, de la presión sanguínea o de los niveles hormonales, que el paciente mismo no percibe. Los pacientes ya no son minoría. Quienes son minoría actualmente son los distintos tipos de desviados que escapan de un modo u otro a los diferentes roles de paciente. Esta minoría la constituyen los pobres, los campesinos, inmigrantes recientes y varios otros que, a veces por deseo propio, se han convertido en desertores del sistema médico. Hace solamente 20 años constituía un signo de salud normal, que presumía bueno, el poder pasársela sin un médico. La misma condición de no paciente se ve hoy como indicativo de desamparo o de disidencia. Incluso la condición de hipocondriaco ha cambiado. Para un profesional liberal, ésta era la etiqueta aplicable a alguien que entraba dando un portazo, o sea, una designación reservada al enfermo imaginario. Ahora, los médicos la utilizan para referirse a la minoría que se les escapa: hipocondriacos son los sanos imaginarios. Ser parte del sistema profesional, como cliente de por vida, no es ya un estigma que separa al incapacitado del ciudadano común. Vivimos hoy en una sociedad organizada para las mayorías desviadas y para sus guardianes. Ser cliente activo de muchos profesionales nos permite tener un lugar bien definido dentro del reino de los consumidores para quienes funciona esta sociedad. De este modo, la transformación de la medicina, de profesión liberal de consulta en profesión dominante e inhabilitante, ha aumentado inconmensurablemente el número de los necesitados.

En este momento crítico, las necesidades atribuidas experimentan su tercera mutación. Se están fundiendo en lo que los expertos llaman un problema multidisciplinario y que, por lo tanto, requiere de una solución multiprofesional. En primer lugar, la multiplicación de las mercancías, que trata cada una de ellas de convertirse en una exigencia para el hombre moderno, logró un entrenamiento eficaz del consumidor para que necesitara cuando se ordenara. Después, la fragmentación progresiva de las necesidades en partes cada vez más pequeñas y más desconectadas logró que el cliente dependiera del juicio profesional para poder combinar sus necesidades en un todo que tuviera sentido. Un buen ejemplo nos lo da la industria automotriz. A fines de los años sesenta, el equipo opcional que se necesitaba para hacer deseable un Ford corriente había aumentado enormemente. La mayor parte de este equipo se instalaba en la misma ciudad de Detroit, y el comprador que vivía en Plains o en cualquier otra ciudad solamente tenía la posibilidad de escoger entre el convertible que deseaba, pero con asientos verdes, y los asientos con piel de leopardo que quería, pero con techo duro. El consumidor, que ya antes había aprendido a depender de la mercancía, ahora tiene que aprender a resignarse a que otros escojan en su lugar.

Por último, el cliente se entrena para que necesite una ayuda-equipo al recibir lo que sus guardianes consideran un “tratamiento satisfactorio”. Los servicios personales que hacen sentirse mejor al consumidor ilustran este punto. La abundancia terapéutica ha agotado el tiempo de vida disponible de muchas personas a quienes los servicios profesionales diagnosticaron de “necesitar aún más”. La intensidad de la economía de servicios ha hecho cada vez más insuficiente el tiempo que se necesita para el consumo de tratamientos pedagógicos, médicos o sociales. La escasez de tiempo puede convertirse muy pronto en el mayor obstáculo para el consumo de servicios prescritos, a menudo financiados por organismos públicos. Síntomas de esta escasez se hacen evidentes desde los primeros años de cualquier persona. Ya en el _kindergarden_ , el niño está sujeto al control de un equipo constituido por especialistas, como el alergista, el patólogo del lenguaje, el pediatra, el psicólogo de niños, el trabajador social, el instructor de educación física y el maestro. Al formar un equipo pedocrático (de poder sobre el niño) de tal tipo, muchos profesionales intentan compartir el tiempo que se ha convertido en el factor más limitante para la atribución de nuevas necesidades. Para el adulto, no es en el colegio, sino en el lugar de trabajo donde se concentran los paquetes de servicios. El administrador del personal, el educador laboral, el entrenador de turno, el planificador de seguros, el animador de conciencias, encuentran más provechoso compartir el tiempo del obrero que competir por él. Un ciudadano sin necesidades sería sospechoso. Se le dice a la gente que necesita de su trabajo no tanto por el dinero que percibe como por las prestaciones que obtiene. Las cosas comunes se extinguieron y se reemplazaron por una nueva matriz hecha de conductos que suministran servicios profesionales. La vida se halla paralizada en un permanente cuidado intensivo. La profecía de Leonardo da Vinci se está cumpliendo: “Los hombres llegarán a tal grado de envilecimiento que estarán contentos de que otros se aprovechen de sus sufrimientos o de la pérdida de su verdadera riqueza: la salud”.[^n01]

## Para terminar con las necesidades

La mutilación del ciudadano a causa del dominio profesional se refuerza con el poder de la ilusión. La esperanza de la salvación por medio de la religión cede paso frente a la esperanza de los servicios profesionales de los que el Estado es el supremo administrador. Cada sacerdote especializado se arroga la capacidad de definir las dificultades de la masa en términos de problemas específicos y solucionables mediante cualquier servicio. Aceptar esta pretensión vuelve a legitimar en el profano, cuyo mundo gira en una cámara de resonancias de necesidades, la dócil aceptación de las necesidades que se le atribuyen. No se trata de mirar un horizonte urbano para ver reflejarse en él este dominio. En todas las alturas, los grandes edificios profesionales dominan a las muchedumbres que van de uno a otro en su ininterrumpida peregrinación a los nuevos santuarios de la salud, de la educación o del bienestar. Las casas “sanas” son, desde entonces, departamentos asépticos donde no se puede nacer, ni enfermarse ni morir decentemente. Los vecinos que nos ayudan, los médicos que vienen a domicilio son especies en vías de desaparición. A los sitios de trabajo apropiados para el aprendizaje se les ha sustituido por opacos laberintos de corredores que sólo se abren delante de funcionarios que llevan colgadas en el reverso de la bata su identidad enmicada. Un mundo concebido para el suministro de servicios es la Utopía de los ciudadanos convertidos en beneficiarios de prestaciones de bienestar.

La mayor adicción a la imputación, la fascinación paralizante que ejerce en los pobres, sería hermosamente irreversible si la gente respondiera realmente al análisis que se hace de sus necesidades. Pero ése no es el caso. Más allá de cierto nivel de intensidad, la medicina engendra la incapacidad y la enfermedad; el sistema de transportes rápidos transforma a los citadinos en pasajeros durante alrededor de una sexta parte de su existencia (con excepción del tiempo de sueño) y, durante otra sexta parte, en condenados que trabajan para pagar a Ford, a Esso y a la administración de las carreteras. El umbral a partir del cual la medicina, la educación o los transportes se vuelven herramientas contraproductivas lo han alcanzado los países donde el impuesto per cápita es comparable, en el mínimo, a Cuba. Contrariamente a las ilusiones propagadas por la línea ortodoxa, en los países del Este y del Occidente esta contraproductividad específica no tiene relación con el _género_ de escuela, de vehículo o de sistema de salud en uso. Llega, en efecto, cuando la intensidad heterónoma sobrepasa, en los procesos de producción, un umbral crítico.

Nuestras principales instituciones han adquirido la extraña capacidad de alcanzar objetivos inversos a aquellos que originalmente se concibieron y financiaron. Bajo la férula de nuestras más prestigiosas profesiones, nuestras herramientas institucionales tienen paradójicamente como principal producto la contraproductividad —la mutilación sistemática de los ciudadanos—. Una ciudad construida alrededor de vehículos se vuelve impropia para los peatones y ninguna multiplicación de los primeros logrará la inmovilidad fabricada de los segundos —de aquellos a quienes han convertido en enfermos—. La acción autónoma está paralizada por un sobrecrecimiento de los productos y de los tratamientos. Pero eso no representa simplemente una pérdida completa bajo las relaciones de satisfacción que, en ellas mismas, no encuentran cómo insertarse en la era industrial. La incapacidad de producir valores de uso vuelve ineficaces los productos precisamente destinados a reemplazarlos. Productos como el transporte automovilizado, la medicina, la enseñanza, la gestión, se transforman en ruido ambiental destructivo para el consumidor que sólo beneficia a los proveedores de servicios.

¿Pero entonces por qué no asistimos a rebeliones contra esta deriva de la sociedad industrial avanzada que termina por ser sólo un inmenso sistema mutilante de suministro de servicios? La principal explicación reside en el poder que tiene éste de engendrar ilusiones. Además, la acción, propiamente material sobre el cuerpo y los espíritus, de las instituciones profesionalizadas funciona igualmente como un poderoso ritual generador de fe en los resultados prometidos por la administración. Además de que le enseña a leer al niño, la escuela le enseña que es “mejor” estudiar con profesores y que, sin la escolaridad obligatoria, los pobres leerán menos libros. Además de que permite desplazarse, el autobús, tanto como el vehículo particular, remodela el entorno y hace pasar de moda el caminar. Además de que ayudan a defraudar al fisco, los consejeros jurídicos comprueban que las leyes resuelven problemas. Una parte, siempre creciente, de las funciones de nuestras principales instituciones es la de mantener y reforzar tres juegos de ilusiones que transforman al ciudadano en cliente que sólo puede alcanzar su salvación mediante los expertos.

### El equívoco entre congestión y parálisis

La primera ilusión avasalladora es la idea de que la gente nació para consumir y que sólo puede alcanzar cualquier objetivo comprando bienes y servicios. Esta ilusión procede de un enceguecimiento inculcado en relación con el “precio” de los valores de uso en una economía. En ninguno de los modelos económicos que las naciones han elegido seguir figuran variables que correspondan a los valores de uso no mercantil o que introduzcan la eterna contribución de la naturaleza. Sin embargo, ninguna economía sobreviviría si la producción de valores de uso se redujera hasta el punto en que, por ejemplo, mantener la casa o cumplir con el deber conyugal se convirtieran en prestaciones remuneradas. Lo que efectúa o fabrica la gente, y que no puede ni quiere vender, es también inconmensurable e inestimable para la economía como el oxígeno para la función respiratoria.

La ilusión de que los modelos económicos pueden ignorar los valores de uso se desprende de la convicción de que estas actividades que designamos mediante verbos intransitivos pueden reemplazarse indefinidamente por productos institucionalmente definidos y designados con sustantivos: la enseñanza reemplaza a “aprendo”; el cuidado de la salud reemplaza a “sano”; los transportes reemplazan a “me desplazo”.

La confusión entre los valores personales y los valores estandarizados se ha extendido a la mayoría de los dominios. Bajo el báculo profesional, los valores de uso se disuelven, caen en desuso y terminan por perder su naturaleza distinta. Cuidado institucional y amor terminan por coincidir en él. Diez años de explotación de una granja se lanzan a una “batidora” pedagógica y, al concluir, equivalen a un diploma universitario. Las cosas que se recogen al azar, y que se incuban en la libertad de la calle, se agregan en tanto “experiencias educativas” a las que se les atiborra a los alumnos. Los contadores del saber parecen ignorar que las dos actividades, al igual que el agua y la gasolina, se mezclan sólo en tanto están emulsionadas —aquí por la percepción de un educador—. Las indulgentes camarillas de buscadores de necesidades no podrían continuar imponiéndonoslas, como tampoco sacándonos dinero de nuestra bolsa para financiar sus exámenes, sus redes y otras imposturas, si no estuviéramos paralizados por esta especie de ávida creencia.

La utilidad de los bienes de consumo o de productos condicionados está intrínsecamente limitada por dos fronteras que no deben confundirse. En primer lugar, las filas de los que esperan detendrán tarde o temprano el funcionamiento de cualquier sistema que secrete necesidades más rápidamente que los productos destinados a satisfacerlas; en segundo lugar, la dependencia en relación con los productos determinará que, a consecuencia de esas necesidades, tarde o temprano la autonomía se paralizará en los dominios en cuestión. La utilidad de los productos está limitada por la _congestión_ y por la _parálisis_. Una y otra son resultantes de la escalada en cualquier sector de producción, tanto como cada una lo es a su manera. La congestión, que permite medir hasta dónde los productos pueden “acelerarse”, explica por qué el coche privado no es de ninguna utilidad para desplazarse a Manhattan; en compensación, no explica por qué la gente se rompe el lomo trabajando con el objeto de pagar las primas de seguros de coches en los que no puede desplazarse. Tomada aisladamente, tampoco explica por qué la gente se dejó esclavizar de tal forma por los vehículos que simplemente perdió el uso de sus extremidades inferiores.

Si la gente se hace cada vez más cautiva de una velocidad que la retrasa, de una instrucción que la embrutece y de una medicina que le desequilibra la salud, es porque más allá de cierto umbral de intensidad la dependencia de bienes industriales y de servicios profesionales destruye la potencialidad del hombre, y la destruye de una manera específica. Los productos sólo pueden reemplazar lo que la gente efectúa o fabrica por símisma hasta cierto punto. Los valores de cambio sólo pueden reemplazar los valores de uso de manera satisfactoria hasta cierto punto. Más allá de ese punto, cualquier producto suplementario sólo beneficia al productor profesional, mientras que desorienta y atonta al consumidor satisfaciéndolo con una necesidad que el primero le ha imputado. El placer que causa la satisfacción de una necesidad sólo toma su plena significación por referencia al recuerdo de una acción autónoma personal. Hay límites más allá de los cuales la multiplicación de los productos altera precisamente en el consumidor la facultad de afirmarse actuando.

Al recibir sólo lo “totalmente hecho”, lo que le prohíbe cualquier posibilidad de actuar por sí mismo, el consumidor se siente inevitablemente frustrado. El grado de bienestar de una sociedad no resulta, en ningún caso, de la adición de dos modos de producción, heterónomo o autónomo, sino de la asociación fructífera de la sinergia entre valores de uso y productos normalizados.

La producción heterónoma de una mercancía sólo realza y completa hasta cierto punto la producción autónoma del objetivo personal correspondiente. Más allá de cierto punto, la sinergia entre los dos modos de producción se vuelve paradójicamente contra el objetivo pretendido a la vez por el valor de uso y por la mercancía. Esto es un hecho que la vasta corriente ecológica generalmente olvida. Así, la crítica de las centrales nucleares se dirige hacia los peligros de las radiaciones o sobre las amenazas de un despotismo tecnocrático. Pero, fuera de eso, son raros aquellos que osan denunciar su contribución a la subordinación de la energía. Al desconocer que la superproducción energética paraliza la acción del hombre, se reclama _otra_ producción energética, pero no _menor_. De la misma forma, los límites inexorables del crecimiento que son inherentes a cualquier organización prestadora de servicios son todavía ampliamente desconocidos. Debería, en consecuencia, ser evidente que la institucionalización de los cuidados de la salud sólo puede fabricar gente con mala salud o que la formación permanente sólo puede engendrar una cultura para gente programada. La ecología sólo proporcionará puntos de referencia en la vía de una modernidad viable cuando tomemos conciencia de que el entorno formado por el hombre en función de productos aminora a tal punto su facultad de reacción personal que esos productos pierden su valor como medios de satisfacción. Si no se comprende esto, la puesta en marcha de una tecnología industrial más limpia, menos agresiva, podría alcanzar niveles todavía más intangibles de saciedad frustrante.

La supremacía del mercado conduce a la contraproductividad. La razón fundamental reside en el monopolio que los productos en serie ejercen sobre la formación de las necesidades. Ese monopolio sobrepasa de lejos lo que habitualmente designamos con ese término. De esa forma, un monopolio comercial impone en el mercado su marca de whisky o de automóvil. Un cartel monopolista puede restringir todavía más la libertad, apoderándose, por ejemplo, de los transportes comunitarios para promover los vehículos privados —como lo ha hecho la General Motors comprando y periclitando los tranvías de San Francisco—. Podemos escapar al primero bebiendo ron y, al segundo, rodando en bicicleta. Sin embargo, empleo el término de “monopolio radical” para designar otra realidad: la sustitución de las actividades útiles a las que se libra, o desearía librarse, la gente, por un producto industrial o de servicio profesional. Un monopolio radical paraliza la acción autónoma en beneficio de prestaciones profesionales. En la medida en que los vehículos desorganicen a la gente y sea necesario regular la circulación, la gente será cada vez más incapaz de volver a su casa a pie. Aunque los motores funcionaran con energía solar, los coches estarían hechos con el aire del tiempo que el monopolio radical ejercería todavía, ya que es inseparable de la circulación de velocidad excesiva. De la misma forma, entre más permanezca una persona bajo la autoridad de la enseñanza, tendrá menos tiempo disponible para reflexionar o descubrir cualquier cosa por sí misma. En todos los dominios existe un umbral más allá del cual la abundancia de bienes ofrecidos al consumo vuelve al medio de tal forma impropio para la acción personal que la sinergia posible entre los valores de uso y los productos se vuelve negativa. Paradójica, específica, la contraproductividad se instala. Emplearé este término cada vez que la impotencia que resulta de la sustitución de un valor de uso por su producto prive precisamente a ese producto de _su_ valor.

### El desconocimiento de las herramientas convivenciales

El hombre deja de ser definible como tal cuando ya no es capaz de modelar sus propias necesidades mediante el empleo más o menos competente de herramientas que le proporcionó su cultura. A lo largo de la historia, las herramientas han sido, antes que nada, instrumentos de trabajo empleados en una producción doméstica. Las palas y los martillos sólo servían marginalmente para otros fines, ya se tratara de levantar pirámides o de fabricar excedentes disponibles para el trueque, los regalos o, de manera más rara, para un intercambio por dinero. Las ocasiones de obtener un beneficio de ellas eran limitadas. El trabajo, por lo general, sólo estaba destinado para crear valores de uso no intercambiables. Sin embargo, el progreso tecnológico se empeñó en realizar un género muy diferente de herramienta: la herramienta destinada a producir lo “vendible”. Eso comenzó con la Revolución industrial: la intervención de la nueva tecnología reducía el trabajo al papel del chaplinesco robot de _Tiempos modernos_. Pero, en ese estado precoz, el modo industrial de producción todavía no paralizaba a la gente una vez que “dejaba la chamba”. Mientras que ahora, hombres y mujeres, al estar prácticamente sujetos al suministro de fragmentos estandarizados producidos por herramientas accionadas por sus anónimos colegas, no encuentran ya, en el mantenimiento de las herramientas, esa satisfacción directa que estimulaba la evolución de los hombres y de sus culturas. Sus necesidades y su consumo se han multiplicado notablemente, mientras que su satisfacción al manejar herramientas se aquieta —y dejan de llevar una existencia a la vista de la cual su organismo adquirió su forma—. En el mejor de los casos, apenas sobreviven, incluso en un medio tornasolado. Toda su vida no es más que un encantamiento de necesidades que sucesivamente son satisfechas con el fin de suscitar las siguientes necesidades —y la necesidad de satisfacerlas—. Ahí, el hombre-consumidor-pasivo termina por perder hasta la capacidad de hacer la diferencia entre vivir y sobrevivir. En lugar de aprovechar la vida, apuesta sobre la propia esperanza de vida, vibra con la esperanza de estar “bien asistido”. En un ambiente así se vuelve fácil olvidar que sólo se está satisfecho y feliz en la medida en que la conciencia personal de su propia necesidad y los “suministros” destinados a satisfacerlas permanecen en equilibrio.

La ilusión de que las herramientas al servicio de instituciones de vocación mercantil pueden impunemente destruir las condiciones de vida que reposan sobre medios convivenciales al alcance de cada uno, permite asfixiar cualquier “conciencia” conceptualizando el progreso tecnológico, que se vuelve entonces promotor de productos que autorizan cualquier escalada de la dominación profesional. Esta ilusión dicta que las herramientas, con el fin de ganar en eficacia en la persecución de propósitos específicos, se vuelven inevitablemente más complejas y misteriosas. Sólo hay que pensar en las carlingas y en las grúas. Parece que las herramientas modernas requieren necesariamente operaciones especiales, dotadas de una alta formación técnica y, por lo tanto, susceptibles de inspirar una confianza verdaderamente fundada.

De hecho, es precisamente lo contrario lo que por lo general es verdad. Entre mayor es la multiplicación de las técnicas, más se parcializan al especializarse, y menos su manejo requiere de una decisión compleja. La confianza del cliente, sobre la que la autonomía del miembro de una profesión liberal o incluso la del artesano se edificaba, ya no es necesaria. A medida que avanzaba la medicina, sólo una muy débil fracción del volumen total de los servicios médicos demostrados útiles exigía una formación avanzada —y una inteligencia notable—. Desde un punto de vista social, deberíamos reservar la designación de “progreso técnico” a los casos en que nuevas herramientas estiraran la capacidad y la eficacia de un mayor número de gente; en particular cuando nuevas herramientas permitieran una producción más autónoma de valores de uso.

No hay nada _inevitable_ en el monopolio profesional que extiende su dominio sobre la nueva tecnología. Las grandes invenciones del último siglo, como las nuevas aleaciones, los rodajes con baleros, algunos materiales de construcción, los circuitos impresos, algunos análisis y medicamentos, son susceptibles de acrecentar el poder de los dos modos de producción, heterónomo y autónomo. Sólo que la mayor parte de la tecnología no se ha incorporado al herramental convivencial sino a condicionamientos y complejos institucionales. Al ser eminentemente capaz de servir a sus amos, los profesionales han puesto la nueva tecnología al servicio de la producción industrial y con ello han adquirido un monopolio radical. La contraproductividad en la que desemboca la parálisis de la producción de valores de uso resulta de esta noción de progreso tecnológico.

No existe “imperativo tecnológico” que exija que el rodamiento con baleros se emplee en los vehículos motorizados o que la electrónica se utilice para controlar el funcionamiento cerebral. La institución de la circulación a gran velocidad o la de la protección de la salud mental _no resultan necesariamente_ de los rodamientos con baleros o de los circuitos impresos. Sus funciones están determinadas por las necesidades de servicio para las cuales se hicieron —necesidades que ante todo imputan y refuerzan los profesionales—. Éste es un hecho que, en las profesiones mismas, parece escapar a los jóvenes turcos radicales cuando, al justificar su fidelidad institucional, se presentan como los sacerdotes públicamente investidos del encargo de domesticar el progreso tecnológico. Es también la sujeción respecto a la idea del progreso la que hace que únicamente se considere a la ingeniería como contribución a la eficacia institucional. Sólo a las investigaciones científicas susceptibles de aplicaciones militares o que refuerzan más el dominio profesional se les asignan gruesos créditos. Las aleaciones gracias a las cuales pueden fabricarse bicicletas a la vez más robustas y ligeras proceden de los estudios emprendidos para hacer a los aviones de propulsión más rápidos y a las armas más mortíferas. Pero es principalmente el herramental industrial el que se beneficia con los resultados de la investigación. En esa forma, máquinas ya de por sí enormes se vuelven todavía más complejas, más incomprensibles para el profano. Este prejuicio, al colorear la visión que los científicos y los técnicos tienen de su tarea, viene a reforzar una tendencia ya predominante: rechaza las necesidades que implican una acción autónoma y multiplican las necesidades que implican la adquisición de bienes de consumo. Las herramientas convivenciales que facilitan el disfrute individual de los valores de uso —y que sólo requieren muy poca, o casi ninguna, vigilancia médica, policiaca o administrativa— sólo tienen cabida en dos extremos: en los trabajadores asiáticos despojados y en los estudiantes y profesores ricos, que son las dos especies de gente que va en bicicleta.

Desde hace poco, ciertos grupos de profesionales, de organismos gubernamentales y de organizaciones internacionales han comenzado a estudiar, desarrollar y preconizar una tecnología “ligera”. Se podría pensar que esos esfuerzos apuntan a escapar de la servidumbre de los imperativos tecnológicos. Pero, en el conjunto, esta nueva tecnología, concebida para la autointervensión en el dominio de la salud, de la enseñanza o de la construcción de viviendas, no es más que otra forma de poderosa sujeción en relación con el suministro de bienes. Así, se pide a los expertos concebir botiquines farmacéuticos familiares que permitan a la gente seguir las directrices que el médico le da por teléfono. Se enseña a las mujeres a descubrir por sí mismas un eventual cáncer de mama con el fin de darle trabajo al cirujano. Los cubanos tienen licencias remuneradas para levantar sus casas prefabricadas. A medida en que el prestigio y la seducción de los productos profesionales se vuelven menos onerosos, terminan por hacer que ricos y pobres se parezcan cada vez más estrechamente entre ellos. Bolivianos y suecos se sienten parecidamente atrasados, subprivilegiados y explotados en la medida en que se instruyen sin profesores diplomados, tienen buena salud sin supervisión médica y se desplazan sin prótesis motorizadas.

### La confusión entre libertades y derechos

La tercera ilusión mutilante consiste en confiar a los expertos el cuidado de fijar límites al crecimiento. Se estima que están listas para ser instruidas con lo que no necesitan las poblaciones socialmente condicionadas para experimentar necesidades “sobre pedido”. Los mismos agentes multinacionales que durante una generación han impuesto tanto a los ricos como a los pobres un nivel internacional de consumo de contabilidad, de desodorantes o de energía, patrocinan al Club de Roma. Dócilmente la UNESCO se pone de su parte y forma especialistas de la imputación de necesidades a nivel regional. Así, supuestamente para su bien, a los ricos se les programa para cubrir los gastos de un crecimiento de dominio profesional costoso en ellos y para asignar a los pobres necesidades menos onerosas y más restringidas. Entre los nuevos profesionales algunos son demasiado clarividentes para constatar que la disminución de los productos refuerza también el dirigismo de las necesidades. La planificación central de la descentralización óptima de la producción se volvió la tarea más prestigiosa de 1977. Pero lo que todavía no se reconoce es que alcanzar la salud de los límites decretados por profesionales termina por confundir libertades y derechos.

En cada una de las siete regiones del mundo definidas por la ONU se ha formado una nueva clerecía para predicar el estilo apropiado de austeridad puesta a punto por los nuevos creadores de necesidades. Los “concientizadores” se esparcen en las comunidades locales para incitar a la gente a que alcance los objetivos de producción descentralizada que se le fijaron. Ordeñar la cabra familiar constituía una libertad; la planificación ha hecho de ello un deber para contribuir al producto nacional bruto.

La sinergia entre producción autónoma y producción heterónoma se refleja en el equilibrio que mantiene la sociedad entre libertades y derechos. Las libertades protegen los valores de uso, como los derechos protegen el acceso a los productos. De igual manera que los productos pueden asfixiar la posibilidad de crear valores de uso y transformarse en riqueza empobrecedora, la definición profesional de derechos puede asfixiar las libertades y asentar una tiranía que sepulte a la gente bajo sus derechos.

Se revela muy claramente la confusión si se considera a los especialistas de la salud. La salud es precisamente el ejercicio de libertades y derechos. La salud designa la zona de autonomía en el seno de la cual una persona rige sus propios estados biológicos y las condiciones de su entorno inmediato. La salud es el grado de libertad vivido. Desde ese momento, los que se preocupan del bien público deberían emplearse en garantizar la distribución equitativa de la salud en tanto libertad, la cual, en su momento, depende de condiciones del entorno que únicamente se realizan por intervenciones políticas organizadas. Más allá de cierto nivel de intensidad, el cuidado de la salud profesional, tan equitativamente distribuido como se quiera, asfixiará la salud en tanto libertad. En este sentido fundamental, el cuidado de la salud es una cuestión de libertad bien protegida.

Es evidente que dicha noción de la salud implica una petición de principio de las libertades inalienables. Es necesario, a este respecto, distinguir claramente entre libertad cívica y derechos cívicos. La libertad de actuar sin que el gobierno ponga trabas tiene un alcance más vasto que los derechos cívicos que el Estado promulga para garantizar a la gente una igual facultad para obtener ciertos bienes y servicios.

Por regla general, las libertades cívicas no constriñen a los otros a actuar conforme a mis deseos. Tengo la libertad de hablar y de dar a conocer públicamente mi opinión, pero ningún periódico está obligado a imprimirla, como tampoco se exige a mis conciudadanos que lean mi publicación. Soy libre de pintar lo que creo bello, pero ningún museo está constreñido a comprar mi tela. Pero, al mismo tiempo, el Estado, en tanto garante de la libertad, puede promulgar —y lo hace— leyes que protegen la igualdad de los derechos sin la cual sus miembros no gozarían de sus libertades. Esos derechos dan significación y realidad a la igualdad, mientras las libertades dan posibilidad y forma a la libertad. Una manera cierta de asfixiar las libertades de hablar, de aprender, de sanar o de cuidar es delimitarlas metamorfoseando los derechos cívicos en deberes cívicos. La tercera ilusión consiste precisamente en creer que la reivindicación pública de los derechos desemboca ineluctablemente en la protección de las libertades. En efecto, entre más inviste la sociedad a los profesionales de la legitimidad de definir los derechos, más se rebajan las libertades del ciudadano.

### El derecho al desempleo creador

En nuestros días, cualquier nueva necesidad profesionalmente comprobada toma, tarde o temprano, la forma de un derecho. Una vez promulgado bajo la presión política, ese derecho engendra nuevos empleos y nuevos productos. En su momento, cada nuevo producto degrada una actividad de la que, hasta aquí, la gente tenía la iniciativa para su propio beneficio; cada nuevo empleo vuelve ilegítimo un trabajo que hasta ese momento efectuaba la gente sin “profesión” —o en lo que no era profesión—. El poder que tienen los profesionales de señalar lo que es bueno, justo, legítimamente fabricable, falsea en “cualquiera” la facultad de vivir “a su medida”.

Cuando todos los estudiantes en derecho actualmente inscritos en las facultades norteamericanas hayan obtenido su diploma, el número de juristas aumentará 50% en Estados Unidos. La obligación del cuidado legal completará la obligación del cuidado médico, y el “seguro judicial” se volverá del mismo género que el “seguro de enfermedad”. Cuando el derecho del ciudadano a las prestaciones de un abogado se haya instituido, será tan oscurantista y asocial desahogar una querella entre particulares como hoy en día dar a luz en su propia cama. Ya el derecho reconocido a los ciudadanos de Detroit de vivir en una vivienda cuya instalación eléctrica se debe a un profesional hace de aquel que “juega a instalar” la suya un delincuente. La pérdida sucesiva de las libertades de ser útil en otra parte que no sea en un “puesto de trabajo” o fuera de un control profesional es una experiencia de las más penosas, aunque innominada, que se ata a la pobreza modernizada. Actualmente el privilegio más significativo de un estatus social eminente podría bien ser la “facultad de no trabajar” siendo útil —negado cada vez más a la gran mayoría—. El derecho del ciudadano a ser cuidado y aprovisionado casi se ha convertido, a fuerza de reivindicarse, en el derecho de las profesiones y de las industrias a elegir su clientela, con, como consecuencia de sus prestaciones y suministros, el deterioro de las condiciones del medio ambiente que volvía útiles las actividades no retribuidas. De ahí la lucha por una distribución equitativa del tiempo y de la facultad de ser útil a sí mismo y a los otros cuando en su oficio o en su puesto ha sido eficazmente paralizado. Cualquier labor no remunerada se desprecia, si no es que se ignora. La actividad autónoma amenaza el nivel del empleo, engendra la desconfianza y falsea el PNB. Se estima, por otra parte, impropio designarla como un “trabajo”. La “labor” no es más el esfuerzo o la tarea, sino la misteriosa inversión que, uncida con el capital, vuelve una fábrica productiva —y remuneradora—. El trabajo no es más la creación de un valor que el trabajador percibe como tal, sino ante todo un “sitio”, es decir, cualquier cosa que nos sitúe socialmente. Carecer de trabajo es estar tristemente ocioso y no tener la libertad para hacer cosas útiles para sí o para el vecino. La mujer activa que cuida la casa, educa a sus hijos y eventualmente se ocupa de los de otras, se distingue de la mujer que “trabaja” por más inútil o perniciosa que pueda ser la producción en la que se emplea. La actividad, el esfuerzo, el cumplimiento, la utilidad fuera del círculo de las relaciones jerárquicas y no señaladas profesionalmente, representan una amenaza para una sociedad de productos mercantiles. Al escapar a la contabilidad nacional, la creación de valores de uso no limita sólo la necesidad de un aumento de productos, sino también de los puestos de trabajo que los elaboran y de los salarios necesarios para comprarlos.

Esforzarse en producir algo agradable, amar lo que uno hace, son nociones vacías de sentido en una sociedad donde sólo cuenta la pareja mano de obra/capital. La sensación de cumplimiento que procura la acción ya no tiene sentido más que cuando lo único que importa es el estatus social en el seno de las relaciones de producción, a saber: el lugar, la situación, el puesto o el nombramiento. En la Edad Media, cuando no había salvación fuera de la Iglesia, los teólogos tropezaban con la cuestión de saber lo que Dios haría de los paganos cuando habían llevado una vida “ejemplar”. De la misma manera, en la sociedad contemporánea, el esfuerzo sólo es productivo si se hace incitado por el patrón, y los economistas tropiezan con la cuestión de la utilidad evidente de las personas que escapan al control de una corporación, de un organismo, de un cuerpo de voluntarios o de un campo de trabajo. El trabajo sólo es productivo, respetable y digno del ciudadano cuando su proceso está planificado, dirigido y controlado por un agente profesional que garantiza que responde a una necesidad “nominalizada”. En una sociedad industrial avanzada, se vuelve imposible no querer ejercer un empleo para librarse a un trabajo autónomo y útil. Osar considerarlo es incluso ir demasiado lejos. La infraestructura de la sociedad está arreglada de tal manera que sólo el puesto da acceso a los medios de producción, y ese monopolio de la creación de bienes sobre la creación de valores de uso no deja de reforzarse cuando el Estado se apodera de ellos. No se puede instruir a un niño sin habilitación específica, restablecer una pierna rota en otra parte que en una clínica. Los trabajos domésticos, el artesanado, la agricultura de subsistencia, la tecnología radical, la enseñanza mutua, etc., se reducen al rango de actividades para los ociosos, los improductivos, los más despojados o los más ricos. Una sociedad que engendra una dependencia intensa en relación con las mercancías transforma así a sus sin-trabajo en pobres o en asistidos. En 1945, por cada norteamericano beneficiario de un retiro había 35 trabajadores empleados. En 1977, sólo había 3.2 trabajadores empleados para mantener a un retirado, él mismo dependiente de mucho más servicios de los que su abuelo retirado habría podido imaginar.

En lo sucesivo, la calidad de una sociedad y de su cultura dependerá del estatus de sus sin-trabajo: ¿serán los ciudadanos productivos más representativos o los asistidos? Una vez más la elección o la crisis parece clara: la sociedad industrial avanzada puede continuar bajo el impulso del sueño integrista de los años sesenta; puede degenerar en un sistema de racionamiento que parsimoniosamente imputa productos y empleos en constante disminución, y que forma siempre más ciudadanos para el consumo estandarizado y para el trabajo inútil. Tal es la línea seguida por la mayor parte de los gobiernos, de Alemania a China, pero, podríamos decir, cada uno según sus medios. En efecto, entre más rico es un país, más urgente parece el deber de racionar el acceso a las plazas y de trabar la actividad útil de los sin-trabajo que perjudicaría al “empleo”. Ciertamente lo inverso es igualmente posible: una sociedad moderna en la que los trabajadores frustrados se organizaran para proteger la libertad de la gente de ser útil sin participar en las actividades llamadas “productivas”, es decir, que suministran productos mercantiles. Pero, también aquí, esta orientación social sólo puede desembocar en una nueva competencia, racional y cínica, en el ciudadano medio confrontado con la imputación profesional de las necesidades.

## En guardia frente al nuevo profesional

Hoy, el nuevo profesional se siente claramente amenazado por la acumulación de pruebas de la contraproductividad de sus prestaciones. La gente comienza a ver que su hegemonía la priva del derecho a mirar en la cosa política. El poder simbólico de esos expertos que, al definir las necesidades, esterilizan las habilidades personales, se percibe ahora como más peligroso que su capacidad para dominar las técnicas, la cual se limita a responder a las necesidades que crean. Simultáneamente se escucha cada vez más reclamar la puesta en marcha de una legislación que podría hacernos salir de una edad dominada por el _ethos_ profesional. Muchas exigencias se plantean en este sentido: sustituir la habilitación por los profesionales o la administración de una investidura por ciudadanos elegidos, y no contentarse con hacer intervenir a algunos representantes de consumidores o usuarios en las instancias de decisión; flexibilizar la reglamentación de las prescripciones en las farmacias, así como la de la formación obligatoria o del reciclaje de adultos; proteger las libertades _productivas_ , incluso y sobre todo si son extraindustriales; derecho para el profano calificado de practicar sin habilitación formal; poner a disposición del ciudadano un “estado” de servicios públicos que le permita saber cuales practicantes trabajan por honorarios. Frente a estas amenazas, las principales instituciones profesionales recurren, cada una a su manera, a tres estrategias fundamentales para paliar la erosión de su legitimidad y de su poder.

### La recuperación por la autarquía

Esta primera actitud es la del Club de Roma. Fiat, Volkswagen y Ford pagan economistas, ecologistas y sociólogos para que determinen las producciones a las que deben renunciar las industrias con el fin de que el sistema industrial funcione mejor —y pueda así reforzarse—. De la misma forma, los médicos del Club de Cos preconizan renunciar a la cirugía, a la radioterapia y a la quimioterapia en el tratamiento de la mayoría de los cánceres, pues sus intervenciones no hacen más que acrecentar y prolongar muchos meses el sufrimiento de los enfermos sin aumentar por ello su esperanza de vida. Abogados y dentistas prometen vigilar como nunca la competencia, la corrección y las tarifas de sus colegas.

Una variante de esta actitud se observa en ciertos individuos o en sus organizaciones que cuestionan la Orden de los médicos y de otros creadores de necesidades. Éstos revindican la etiqueta de radicales porque: _1)_ aconsejan a los consumidores en contra de los intereses de la mayoría de sus pares; _2)_ instruyen a los profanos sobre la manera de conducirse en el consejo de administración de los hospitales, de las universidades o de la policía; _3)_ llegan a dar testimonio, frente a comisiones parlamentarias, de la inutilidad de “acciones” propuestas por profesionales y requeridas por el público. Así, en una provincia del oeste de Canadá, los médicos hicieron una relación de algunas 25 acciones médicas que la legislatura pretendía subvencionar mejor. Se trataba, en todos los casos, de actos costosos; los médicos subrayaron, además, que eran muy dolorosos, que muchos de ellos eran muy peligrosos y que su eficacia no estaba probada en ninguno. Estas recomendaciones médicamente “ilustradas” no se siguieron —fracaso que refuerza provisoriamente la creencia en la necesidad de la protección _profesional_ contra la _hybris_ profesional—.

Que la profesión forme su policía interior, nada es más útil cuando se trata de desenmascarar al incompetente caracterizado —al “carnicero”— o al charlatán puro y simple. Pero se ha probado ampliamente que la profesión sólo protege a los incapaces al reforzar la dependencia del público en relación con sus prestaciones. El médico “crítico”, el jurista “radical”, el promotor y animador del barrio roban clientes a los colegas menos enterados que ellos de lo que está “en el viento”. Las profesiones liberales comenzaron por convencer al público de la necesidad de sus servicios prometiendo velar por la sociedad, por la moralidad o por la formación sanitaria de las capas más pobres. Después, las profesiones dominadoras se arrogaron el “deber” de guiar al público —y de mutilarlo también más— organizándose en clubes que enarbolan los estandartes de las obligaciones ecológicas, económicas y sociales. Esta actitud pone freno a la expansión ulterior del sector profesional, pero refuerza la dependencia del público en el seno del sector mismo. Así, la idea de que los profesionales tienen el _derecho_ de servir al público es de origen muy reciente. Su lucha por establecer y legitimar su derecho corporativo se vuelve una de las amenazas más pesadas contra nuestra sociedad.

### La recuperación por la autoinvestidura

La segunda estrategia se dirige a organizar y coordinar las prestaciones de los profesionales con el fin de cubrir todos los aspectos de los problemas humanos. Con ese objeto, se toman prestadas ideas del análisis sistémico y de las investigaciones operacionales con vistas a suministrar soluciones a la vez más nacionales y más exhaustivas. Lo que eso significa en la práctica se puede ver en Canadá. Hace cuatro años, el Ministerio de la Salud lanzó una campaña para convencer al público de que el aumento de los gastos médicos no abatía de ninguna manera las tasas de enfermedad ni de mortalidad. Subrayó que los decesos prematuros se debían a tres causas mayores: los accidentes, principalmente los accidentes de carretera; las afecciones cardiacas y el cáncer de pulmón, contra los cuales los médicos son notoriamente impotentes; al suicidio o al asesinato, fenómenos que escapan a la esfera médica. El ministro preconizó la investigación de nuevos métodos para abordar las cuestiones de salud, junto con una reducción de los gastos médicos. El deber de proteger, fortificar o consolar a quienes su estilo de vida y el entorno destructores típicos del Canadá contemporáneo han alterado la salud lo recuperaron entonces muchos profesores, antiguos y nuevos. Los arquitectos descubrieron que tenían la misión de mejorar la salud de los canadienses; la necesaria vigilancia de los perros errantes —que son una fuente de accidentes— hizo que se agregaran nuevos especialistas a la perrera. La organización de los canadienses se sometió a los nuevos biócratas como nunca lo había hecho con los antiguos terapeutas. El eslogan: “Más vale gastar para estar bien que pagar al médico cuando se está enfermo” no era, en efecto —lo vemos bien hoy en día—, más que la divisa de camarillas buscando canalizar en su beneficio el dinero de los nuevos prosélitos.

La práctica de la medicina en Estados Unidos ilustra una dinámica similar. La creación de un sistema coordinado de cuidados de salud se ha tragado sumas enormes sin revelarse particularmente eficaz. En 1950, el trabajador norteamericano le consagraba anualmente el equivalente de dos semanas de salario. En 1976, la proporción había alcanzado de cinco a siete semanas de salario: cuando se compra un Ford nuevo, se paga más por la higiene de los obreros que por el metal que contiene el vehículo. A pesar de todos esos esfuerzos, de todos esos gastos, la esperanza de vida de la población masculina adulta no se ha elevado sensiblemente desde hace 100 años. Es más baja que en muchos países pobres y, desde hace 20 años, no ha dejado de descender lenta, pero regularmente.

Ahí, donde se ha asistido a un retroceso de las enfermedades, éste es imputable a la adopción de un estilo de vida más sano, en particular bajo el aspecto de la nutrición. En menor grado, las vacunas y las acciones simples, como la administración automática de antibióticos, la prescripción de anticonceptivos o la interrupción del embarazo por el método de la aspiración, han contribuido al retroceso de ciertas afecciones. Pero dichas acciones no postulan la necesidad de una intervención profesional. No es porque mantiene lazos más estrechos con una profesión médica que la gente tendrá mejor salud. Muchos médicos “radicales” preconizan precisamente una biocracia siempre más vasta. Se les escapa aparentemente que querer “resolver los problemas” de la gente de manera más racional equivale a actuar en su lugar, a expoliarla de la decisión —incluso si es para alcanzar una igualdad compensatoria—.

### La recuperación por la profesionalización del cliente

La tercera estrategia para asegurar la sobrevivencia de las profesiones dominadoras es el más reciente radicalismo en boga. Cuando los profetas de los años sesenta vaticinaban sobre el desarrollo en el umbral de la abundancia, estos creadores de mitos hacían peroratas sobre la autoasistencia de los clientes profesionalizados.

Desde 1965 sólo en Estados Unidos cerca de 2 700 obras aparecieron para enseñar a ser su propio paciente —con el objeto de visitar al médico sólo cuando eso valiera la pena para él—. Algunas de ellas preconizan la formación de la automedicación, coronada por un examen, después del cual sólo los felices laureados tendrían licencia para comprar aspirinas y administrarlas a sus hijos. Otros proponen que los pacientes profesionalizados se beneficien con tarifas preferenciales en los hospitales y de una disminución en sus cotizaciones de su seguro de enfermedades. Sólo podrán dar a luz en su casa las mujeres debidamente acreditadas —su “profesionalización” permitiría, si fuera el caso, perseguirlas por faltas o negligencia médica—. Una de esas proposiciones “radicales” consistía en poner una de esas habilitaciones no bajo auspicios médicos sino feministas.

El sueño profesional de arraigar profundamente cada jerarquía de necesidades reviste los colores de la autoasistencia. Por el momento, sus promotores son la nueva tribu de expertos en autoasistencia que ha venido a reemplazar a los especialistas del desarrollo de los años sesenta. Su objetivo es la profesionalización universal de los clientes. Los expertos norteamericanos de la construcción que, el otoño pasado, invadieron México, ilustran la nueva cruzada.

Hace alrededor de dos años, un profesor de arquitectura de Boston vino a pasar sus vacaciones a México. Un mexicano, amigo mío, lo llevó a ver la nueva ciudad que en 12 años se había desarrollado más allá del aeropuerto de México. Esta aglomeración, que inició con algunas chozas, se ha extendido progresivamente al grado de contar con tres veces más habitantes que Cambridge, Massachusetts. Mi amigo, él mismo arquitecto, quería mostrar al visitante miles de ejemplos de ingenio campesino: la organización, las estructuras, el reúso de materiales de desecho, nada de todo eso se encontraba en los manuales, todo era espontáneo. Su colega tomó cientos de fotografías. Nada más natural. Los amateurs, los no calificados, habían edificado, haciendo funcionar una aglomeración de “cuchitriles” de más de dos millones de habitantes. Las fotografías se analizaron debidamente en Cambridge; al final del año, especialistas norteamericanos recién salidos de los cursos de “arquitectura de comunidades” se empleaban en enseñar a la gente de Ciudad Nezahualcóyotl cuáles eran sus problemas, sus necesidades y las soluciones “adecuadas”.

## El ethos postprofesional

Lo inverso de la necesidad y de la pobreza profesionalmente comprobada es la subsistencia moderna. El término “economía de subsistencia” se aplica en etnología a la forma de sobrevivencia de un grupo, en sí mismo marginal, en relación con la dependencia hacia el mercado, en la que la gente fabrica lo que utiliza mediante herramientas tradicionales y en el seno de una organización social frecuentemente heredada tal cual. En el lenguaje corriente, sin embrago, la “economía de subsistencia” evoca una cultura que organiza la impotencia, engendra ilusiones y favorece a la élite. Shalins demostró que la única sociedad en la que el espacio, el tiempo y la autonomía se agota en su lucha por la sobrevivencia es la industrial. Propongo, sin embargo, no sin vacilación, recuperar el término para hablar de “subsistencia moderna”.

Llamamos “subsistencia moderna” al modo de vida en una economía posindustrial en el seno de la cual la gente logra reducir su dependencia en relación con el mercado, consiguiendo —por medios políticos— una infraestructura en la que técnicas y herramientas sirven, en primer lugar, para crear valores de uso no cuantificados y no cuantificables por los fabricantes profesionales de necesidades. De esas herramientas hablé en otra parte[^n02] proponiendo el término de “herramienta convivencial” para cualquier instrumento concebido con el fin de producir valores de uso. Mostré que el inverso de la pobreza modernizada progresiva es la austeridad convivencial que resulta de una gestión política que protege la igualdad del ejercicio de la libertad en el empleo de dichas herramientas.

Un reherramentación de la sociedad contemporánea mediante herramientas convivenciales y ya no industriales implica, sin embargo, un desplazamiento del interés en nuestra lucha por la justicia social; implica un nuevo género de subordinación de la justicia distributiva a la justicia participativa. En una sociedad industrial, los individuos están formados en una especialización forzada. Se han vuelto impotentes para modelar o para satisfacer sus propias necesidades. Dependen de mercancías “prescritas” para su intención. El derecho al diagnóstico de necesidades, a la participación de la terapia y —de manera general— a la distribución de bienes, predomina en la ética, la política y la legislación. La primacía dada al _derecho_ de tener necesidades imputadas reduce las _libertades_ de aprender, de sanar o de desplazarse por uno mismo al estado de frágiles lujos. Sin embargo, en una sociedad convivencial lo inverso sería verdad. La protección de la equidad en el ejercicio de las libertades individuales es la preocupación dominante de una sociedad fundada en la tecnología radical, donde la ciencia y la técnica sirven para crear de manera más eficaz valores de uso. Es evidente que una libertad tan equitativamente repartida no tendría ningún sentido si no está fundada en el derecho a un acceso igual a las materias primas, a las herramientas y a los procedimientos. La alimentación, el carburante, el aire puro o el espacio vital no pueden distribuirse de manera más eficaz que las herramientas o los puestos de trabajo si se racionan sin consideración de las necesidades imputadas, es decir, hasta un límite igual para todos, jóvenes o viejos, impedido o presidente. Una sociedad fundada en el empleo moderno y eficaz de las libertades productivas no puede existir si el ejercicio de esas libertades no se limita de manera igual para todos.

[^n01:] _"Les Carnets de Leonard de Vinci"_, trad. Louise Servicen, Gallimard, París, 1951.]

[^n02:] Ver "La convivencialidad"]