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# Prólogo de "Desescolarizando nuestras vidas"

Hojear las páginas de _Desescolarizar nuestras vidas_ me transporta al año 1970, cuando, junto con Everett Reimer en el Centro de Documentación Intercultural (CIDOC) de Cuernavaca, reuní a algunos de los más sesudos críticos de la educación (Paulo Freire, John Holt, Paul Goodman, Jonathan Kozol, Joel Spring, George Dennison y otros) para abordar la inutilidad de la escolarización -no sólo en América Latina, que ya era evidente- sino también en el llamado mundo desarrollado e industrializado.

Los miércoles por la mañana, durante la primavera y el verano de ese año, distribuí borradores de ensayos que acabaron convirtiéndose en capítulos de mi libro, _La sociedad desescolarizada_. Mirando hacia atrás un cuarto de siglo, muchas de las opiniones y críticas que parecían tan radicales en 1970 parecen hoy bastante ingenuas. Aunque mis críticas a la escolarización en ese libro pueden haber ayudado a algunas personas a reflexionar sobre los efectos sociales secundarios no deseados de esa institución -y quizás a buscar alternativas significativas a la misma-, ahora me doy cuenta de que en gran medida estaba ladrando al árbol equivocado. Para entender por qué me siento así y tener una idea de dónde me encuentro hoy, invito a los lectores a acompañarme en el viaje que hice después de _La sociedad desescolarizada_.

Mi cuaderno de viaje comienza hace veinticinco años, cuando _La sociedad desescolarizada_ estaba a punto de aparecer. Durante los nueve meses que el manuscrito estuvo en la editorial, cada vez estaba más insatisfecho con el texto, que, por cierto, no defendía la eliminación de las escuelas. Este malentendido se lo debo a Cass Canfield Sr., presidente de Harper's, que dio nombre al libro y con ello tergiversó mi pensamiento. El libro aboga por el desestablecimiento de las escuelas, en el sentido en que la Iglesia ha sido desestablecida en los Estados Unidos. Por desestructuración me refería, en primer lugar, a no pagar con dinero público y, en segundo lugar, a no conceder ningún privilegio social especial ni a los que van a la iglesia ni a los que van a la escuela. (Incluso sugerí que, en lugar de financiar las escuelas, deberíamos ir más allá de lo que hicimos con la religión y hacer que las escuelas pagaran impuestos, de modo que la escolarización se convirtiera en un objeto de lujo y fuera reconocida como tal).

Pedí la desestructuración de las escuelas en aras de mejorar la educación y aquí, me di cuenta, radicó mi error. Mucho más importante que la disolución de las escuelas, empecé a ver, era la inversión de esas tendencias que hacen de la educación una necesidad apremiante en lugar de un regalo de ocio gratuito. Empecé a temer que la desestructuración de la iglesia educativa condujera a un renacimiento fanático de muchas formas de educación degradada y omnipresente, convirtiendo el mundo en una clase universal, una escuela global. La pregunta más importante se convirtió en: "¿Por qué tantas personas -incluso ardientes críticos de la escolarización- se vuelven adictas a la educación, como a una droga?"

Norman Cousins publicó mi propia retractación en la Saturday Review durante la misma semana en que salió a la luz _La sociedad desescolarizada_. En ella argumentaba que la alternativa a la escolarización no era otro tipo de organismo educativo, ni el diseño de oportunidades educativas en todos los aspectos de la vida, sino una sociedad que fomente una actitud diferente de las personas hacia las herramientas.

Amplié y generalicé este argumento en mi siguiente libro, _Herramientas para la convivencia_.

En gran parte gracias a la ayuda de mi amigo y colega Wolfgang Sachs, llegué a ver que la función educativa ya estaba emigrando de las escuelas y que, cada vez más, se instituirían otras formas de aprendizaje obligatorio en la sociedad moderna. Se convertiría en obligatoria no por ley, sino por otros trucos, como hacer creer a la gente que aprende algo de la televisión, u obligar a la gente a asistir a cursos de formación continua, o conseguir que la gente pague enormes cantidades de dinero para que le enseñen a tener mejor sexo, a ser más sensible, a saber más sobre las vitaminas que necesita, a jugar, etc. Este discurso de "aprendizaje permanente" y "necesidades de aprendizaje" ha contaminado completamente la sociedad, y no sólo las escuelas, con el hedor de la educación.

Luego vino la tercera etapa, a finales de los setenta y principios de los ochenta, en la que mi curiosidad y mis reflexiones se centraron en las circunstancias históricas en las que puede surgir la propia idea de las necesidades educativas. Cuando escribí _La sociedad desescolarizada_, los efectos sociales, y no la sustancia histórica de la educación, seguían siendo el centro de mi interés. Había cuestionado la escolarización como medio deseable, pero no había cuestionado la educación como fin deseable. Seguía aceptando que, fundamentalmente, las necesidades educativas de algún tipo eran un hecho histórico de la naturaleza humana. Hoy ya no lo acepto.

Al reenfocar mi atención desde la escolarización hacia la educación, desde el proceso hacia su orientación, llegué a entender la educación como aprendizaje cuando tiene lugar bajo el supuesto de escasez en los medios que lo producen. La "necesidad" de la educación, desde esta perspectiva, aparece como resultado de las creencias y disposiciones sociales que hacen escasos los medios para la llamada socialización. Y, desde esta misma perspectiva, empecé a notar que los rituales educativos reflejaban, reforzaban y de hecho creaban la creencia en el valor del aprendizaje perseguido en condiciones de escasez. Llegué a ver que tales creencias, disposiciones y rituales podían sobrevivir y prosperar fácilmente bajo las rúbricas de desescolarización, escolarización libre o educación en casa (que, en su mayor parte, se limitan al encomiable rechazo de los métodos autoritarios).

¿Qué tiene que ver la escasez con la educación? Si los medios para el aprendizaje (en general) son abundantes, en lugar de escasos, entonces la educación nunca surge -no es necesario hacer arreglos especiales para "aprender". Si, por el contrario, los medios para aprender son escasos, o se supone que son escasos, entonces surgen disposiciones educativas para "garantizar" que se "transmitan" ciertos conocimientos, ideas, habilidades, actitudes, etc., importantes. La educación se convierte entonces en una mercancía económica que se consume o, para usar el lenguaje común, que se "obtiene". La escasez surge tanto de nuestras percepciones, que son manipuladas por los profesionales de la educación que se dedican a imputar necesidades educativas, como de los acuerdos sociales reales que hacen que el acceso a las herramientas y a las personas cualificadas y con conocimientos sea difícil de conseguir, es decir, escaso.

Si hubiera algo que pudiera desear a los lectores (y a algunos de los escritores) de _Desescolarizar nuestras vidas_, sería esto: Si la gente quiere pensar seriamente en desescolarizar sus vidas, y no sólo escapar de los efectos corrosivos de la escolarización obligatoria, no podría hacer nada mejor que desarrollar el hábito de poner un signo de interrogación mental al lado de todo el discurso sobre las "necesidades educativas" o "necesidades de aprendizaje" de los jóvenes, o sobre su necesidad de una "preparación para la vida". Me gustaría que reflexionaran sobre la historicidad de estas mismas ideas. Esta reflexión llevaría a la nueva cosecha de desescolarizadores un paso más allá de donde se encontraba el joven y algo ingenuo Iván, cuando nació el discurso de la "desescolarización".


Bremen, Alemania - Verano de 1995

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Este artículo se incluyó originalmente como prólogo del libro _Desescolarizar nuestras vidas_ (1995) y también se incluyó en "Everywhere All the Time: A New Deschooling Reader" (2008).